Capítulo 17

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A las nueve, en el flanco derecho, al mando de Bagration, la lucha no había comenzado todavía, pese a la insistencia de Dolgorúkov. Queriendo eludir toda responsabilidad, Bagration propuso a Dolgorúkov el envío de un oficial al general en jefe en busca de órdenes. Sabía Bagration que, dada la distancia de casi diez kilómetros que separaba un flanco de otro, aun en el caso de que no mataran al enviado (lo que era muy probable) y aun cuando éste hallara al general en jefe (cosa bastante difícil), el enviado no estaría de vuelta antes de la tarde.

Bagration miró a los de su séquito con sus ojos inexpresivos y adormilados. Lo primero que llamó su atención fue el rostro infantil de Rostov, embargado por la emoción y la esperanza. Lo envió a él.

—Excelencia, ¿y si encuentro a Su Majestad antes que al general en jefe?— preguntó Rostov, con la mano en la visera.

—Puede pedir las órdenes al Emperador— respondió Dolgorúkov, adelantándose rápidamente a Bagration.

Después de haber sido relevado en las avanzadas, Rostov había podido dormir unas horas; se sentía ahora alegre, animoso, resuelto, lleno de entusiasmo y de seguridad en su fortuna: en aquel estado de ánimo cuando todo parece posible, alegre y fácil.

Aquella mañana se cumplían todos sus deseos: iba a librarse una batalla campal, en la cual él tomaba parte; además, era oficial de órdenes del más valeroso de los generales; y por último, se le encomendaba una misión ante Kutúzov y tal vez ante el Emperador en persona. La mañana era clara; el caballo, excelente; su ánimo, alegre y feliz. Apenas recibida la orden, se lanzó al galope a lo largo de la línea. Primero dejó atrás a las tropas de Bagration, que aún no habían entrado en combate y permanecían inmóviles; penetró luego en el terreno ocupado por la caballería de Uvárov, donde empezó a notar movimiento e indicios de preparación para el ataque; pasada la caballería de Uvárov, oyó distintamente el cañoneo de las baterías y las descargas de los fúsiles. El fragor del combate crecía cada vez más.

En el fresco ambiente de la mañana ya no sonaban como antes dos o tres disparos a intervalos irregulares, seguidos de uno o dos cañonazos, sino que en las colinas delante de Pratzen las descargas de fusilería y los disparos de los cañones eran constantes y tan frecuentes que, a vives, se fundían en un estrépito común.

A lo largo de las colinas se veían las nubecillas de humo de los fusiles, que parecían correr una tras otra, y las que producían los cañones, arremolinadas, gruesas y oscuras, que se extendían hasta fundirse en una masa común. Eran visibles, por el brillo de las bayonetas entre el humo, las masas de infantería en movimiento y las estrechas bandas de la artillería con sus cajones verdes.

Por un momento Rostov detuvo su caballo en un alto, para ver mejor lo que ocurría. A pesar de toda su atención, no pudo distinguir ni comprender nada. Entre el humo veía gente, restos de tropa se movían hacia delante y hacia atrás; por qué lo hacían, quiénes eran y adonde iban resultaba incomprensible; toda aquella visión y aquel tronar de las descargas no sólo no suscitaban en él sentimiento alguno de temor o abatimiento sino que, por el contrario, aumentaban su energía y decisión.

—¡Más aún! ¡Más!— se decía al oír los disparos.

Y siguió al galope por la línea, avanzando cada vez más y entrando ya entre las fuerzas que luchaban.

"No sé cómo será allí, pero sé que todo irá bien", pensaba Rostov.

Pasadas unas tropas austríacas, observó que la siguiente formación (que era la Guardia) estaba ya combatiendo.

"Tanto mejor: lo veré de cerca", pensó.

Iba casi por la primera línea. Algunos jinetes se le acercaban al galope. Eran los ulanos de la Guardia, cuyas filas destrozadas volvían de un ataque. Rostov los dejó atrás; al pasar se dio cuenta de que uno de los ulanos sangraba.

Guerra Y Paz - León TolstoiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora