Capítulo 14

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Hora y media más tarde, la mayoría de los jugadores ya no tomaban en serio su propio juego.

Todo el interés estaba concentrado en Rostov. Una larga columna de cifras había sustituido en su cuenta a los mil seiscientos rublos de antes. Nikolái había contado hasta diez mil, pero suponía vagamente que la cifra debía de remontarse ya a quince mil rublos. En realidad, pasaba de veinte mil.

Dólojov no escuchaba ya a nadie ni contaba historias; seguía cada movimiento de las manos de Rostov y, de vez en cuando, recorría con la vista los números consignados. Tenía el propósito de seguir el juego hasta alcanzar los cuarenta y tres mil rublos; había escogido esa cifra porque los años de Sonia y los suyos sumaban en total cuarenta y tres. Rostov, con la cabeza apoyada en las manos, permanecía sentado ante la mesa llena de anotaciones, naipes y manchada de vino. No podía librarse de la torturada visión de aquellas manos, en cuyo poder estaba, esas manos rojizas, de huesos anchos, con el vello que asomaba por debajo de la camisa, las manos que amaba y odiaba.

"Seiscientos rublos... el as... el nueve... ¡imposible recuperar lo perdido!... ¡Con lo bien que estaría en casa!... La sota... ¡No puede ser!... ¿Por qué me hace esto?", pensaba y recordaba Rostov. Unas veces anotaba una suma elevada, pero Dólojov se negaba a jugar e indicaba por sí mismo la cuantía de la apuesta. Nikolái obedecía y rogaba a Dios lo mismo que en el campo de batalla del puente de Amstetten; o imaginaba que la primera carta que le cayera en suerte de las caídas y dobladas en el suelo debajo de la mesa sería su salvación; o contaba los galones de su guerrera e intentaba apuntar la misma cifra; o bien, pidiendo ayuda, miraba a los demás jugadores o al rostro ahora frío de Dólojov, tratando de comprender a su amigo.

"¡Él sabe bien lo que significa para mí esto! ¿Es que desea perderme? Era mi amigo. Lo quería... Pero tampoco él tiene la culpa. ¿Qué va a hacer si la suerte lo favorece? Tampoco yo tengo la culpa... No hice nada malo. ¿He matado a alguien? ¿He ofendido, he deseado mal a alguno?... ¿Por qué esta desgracia terrible? ¿Cuándo ha empezado? Hace tan poco aún me acercaba a esta mesa con la idea de ganar cien rublos para comprar a mamá aquel estuche por su cumpleaños y después volverme a casa. ¡Era tan feliz, tan libre, tan alegre! ¡No comprendía entonces lo feliz que era! ¿Cuándo acabó todo y cuándo comenzó esta situación nueva y terrible? ¿Cómo ha sido? Estaba en este mismo lugar, al lado de la mesa, pedía cartas, las colocaba sin dejar de mirar esas manos huesudas y hábiles. ¿Cuándo sucedió, y qué sucedió? Estoy lleno de salud, soy fuerte y sigo en el mismo sitio. ¡No, no es posible! Probablemente todo acabará en nada."

Estaba colorado y sudoroso, aunque en la sala no hacía calor. Su rostro impresionaba y daba pena, sobre todo por su vano empeño en parecer tranquilo.

La suma escrita llegó al número fatal de cuarenta y tres mil. Rostov preparaba ya la carta que iba a jugar sobre los tres mil rublos que le ponían en juego cuando Dólojov, golpeando la mesa con la baraja, la dejó a un lado y comenzó rápidamente, con su escritura clara y enérgica, rompiendo la tiza, a sumar las pérdidas de Rostov.

—¡A cenar! ¡Es hora de cenar! ¡Ya están ahí los zíngaros!

En efecto, en aquel momento entraban hombres y mujeres de tez morena, que hablaban con acento zíngaro. Nikolái comprendió que todo estaba perdido.

—¿Qué, no sigues?— preguntó fingiendo indiferencia. Tenía preparada una buena carta...— como si el placer del juego fuera para él lo más interesante.

"Se acabó todo. Estoy perdido —pensó—. Ahora no me queda más que una bala en la cabeza." Y al mismo tiempo decía alegremente:

—¿Una carta más?

—Bueno— respondió Dólojov, terminando su cuenta. —Va por veintiún rublos— añadió, señalando la cifra que igualaba los cuarenta y tres mil. Y tomando la baraja, se dispuso a tallar.

Rostov, que había apuntado seis mil, escribió "veintiuno" con mucho esmero.

—Da lo mismo— dijo. —Sólo me interesa saber si pierdo o gano con este diez.

Dólojov empezó a tallar con seriedad. ¡Oh, cómo odiaba Rostov esas manos rojizas, de dedos cortos y peludas muñecas que lo mantenían en su poder!... El diez fue para él.

—Me debe cuarenta y tres mil rublos, conde— dijo Dólojov; y, desperezándose, se levantó de la silla. —Se cansa uno de estar tanto tiempo sentado.

—También yo estoy cansado— dijo Rostov.

Dólojov, como para recordarle que las bromas no eran oportunas, lo interrumpió:

—¿Cuándo podrá pagarme, conde?

Rostov enrojeció y pidió a Dólojov que lo acompañara a otra sala.

—No puedo darte todo de una vez. ¿Aceptarás un pagaré?— le dijo.

—Escucha, Rostov— le replicó Dólojov sonriendo y sin dejar de mirarlo a los ojos, —conoces el proverbio: "Afortunado en amores, desgraciado en el juego". Tu prima está enamorada de ti. Lo sé.

"¡Es terrible encontrarse en manos de este hombre!", pensó Rostov. Comprendía perfectamente el dolor de sus padres al conocer semejante deuda, comprendía qué felicidad sería la suya al verse libre de todo ello; sabía también que Dólojov podía evitarle esa vergüenza y ese dolor, pero prefería seguir jugando con él como el gato con el ratón.

—Tu prima...— empezó a decir Dólojov.

Pero Nikolái lo interrumpió:

—Mi prima nada tiene que ver con esto; nada tienes que decir de ella— gritó furioso.

—Entonces, ¿cuándo podré cobrar?

—Mañana— respondió Rostov. Y salió de la sala.

Guerra Y Paz - León TolstoiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora