Capítulo 9

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Lisa, con una cofia blanca, estaba recostada entre almohadones. (Hacía un momento que habían cesado los dolores.) Varios mechones de cabellos negros se rizaban en torno a sus mejillas sudorosas y encendidas. Abría un poco su pequeña boca, de labio sombreado, y sonreía alegremente. El príncipe Andréi entró en la estancia y se detuvo delante de su mujer, al pie del diván donde ella estaba. Los ojos brillantes de Lisa, que miraban con temor y emoción, como los de un niño, se detuvieron en él sin cambiar de expresión. "Los amo a todos y no hice mal a nadie. ¿Por qué sufro? Ayúdenme", parecía decir. Veía a su marido, pero sin comprender su presencia.

El príncipe Andréi dio la vuelta al diván para besarla en la frente.

—¡Alma mía!— dijo (palabras cariñosas que nunca le había dicho). —Dios es misericordioso...

Ella lo miró con reproche infantil, como preguntando.

"Esperaba ayuda de ti. Pero... nada... nada... ni siquiera de ti", parecía decirle con sus ojos. No se mostraba asombrada por su regreso. No comprendía que hubiera vuelto. Su llegada no tenía relación alguna con sus sufrimientos ni con su alivio.

Los dolores volvieron. María Bogdánovna aconsejó al príncipe Andréi que saliera de la habitación.

Entró el médico.

El príncipe Andréi salió y se acercó de nuevo a su hermana. Ambos se pusieron a hablar en voz baja; pero a cada momento interrumpían la conversación: esperaban y aguzaban el oído.

—Allez, mon ami— dijo la princesa María.

El príncipe Andréi se acercó de nuevo a la habitación de su mujer; se puso a esperar en una salita pequeña donde tomó asiento. Una mujer salió de allí con rostro demudado y se paró confusa al verlo. El príncipe escondió la cara entre las manos y permaneció así durante algunos minutos. A través de la puerta llegaban gritos desgarradores y quejidos lastimeros de animal indefenso. Se levantó; se acercó a la puerta y quiso abrirla. Alguien se lo impidió.

—No se puede, no se puede— dijo una voz atemorizada desde la habitación.

El príncipe empezó a pasear por la sala. Los gritos cesaron. Pasaron algunos segundos. De pronto resonó en la habitación vecina un grito terrible —no era suyo, ella no podía gritar así.

El príncipe corrió a la puerta. El grito cesó y se oyeron los vagidos de un niño.

"¿Por qué han traído aquí a un niño? —pensó el príncipe Andréi en el primer instante—. ¿Un niño? Pero ¿cuál?... ¿Es que ya ha nacido?"

Y de pronto comprendió todo el jubiloso sentido de aquel grito. Las lágrimas lo sofocaron. Se apoyó en el alféizar de la ventana y rompió en sollozos; lloró como lloran los niños. Se abrió la puerta. De la habitación salió el médico, con la camisa remangada, pálido, tembloroso. El príncipe Andréi se volvió a él. El médico lo miró turbado y, sin decir palabra, pasó de largo. Después salió una mujer. Al darse cuenta de la presencia del príncipe se detuvo, perpleja, en el umbral de la puerta. El príncipe Andréi entró en la habitación de su mujer: estaba muerta. Yacía echada, como la viera cinco minutos antes, y en su rostro infantil, con el pequeño labio levantado, aparecía la misma expresión, a pesar de la inmovilidad de los ojos y la palidez de las mejillas.

"Los amo a todos y no hice mal a nadie... ¿qué me hacen?", parecía decir aquel bello rostro infantil sin vida. En un rincón de la habitación chillaba y gimoteaba un diminuto ser rojizo, al que sostenían las manos blancas y temblorosas de María Bogdánovna.




Dos horas después, el príncipe Andréi entraba con paso lento en el despacho de su padre. El anciano ya lo sabía todo. Se mantenía erguido, cerca de la puerta, y en cuanto ésta se abrió, en silencio, con manos seniles y duras como tenazas, se echó al cuello de su hijo y rompió a llorar como un niño.




A los tres días se celebraron las exequias de la pequeña princesa, y el príncipe Andréi subió las gradas del catafalco para darle su último adiós. En el féretro, a pesar de los ojos cerrados, aquel mismo rostro decía aún: "Oh, ¿qué han hecho conmigo?". Y el príncipe Andréi sintió que algo se desgarraba en su alma y que era culpable de una falta que jamás podría reparar ni olvidar. No podía llorar. También el viejo príncipe subió al féretro y besó una de las pequeñas y frías manos de cera, que reposaba tranquila en lo alto, una sobre la otra. También a él pareció decirle el rostro: "¿Qué y por qué han hecho esto conmigo?". Y al darse cuenta de aquella expresión, el viejo Bolkonski se apartó enojado.




Cinco días después era bautizado el joven príncipe Nikolái Andréievich. La niñera sujetó los pañales con la barbilla mientras el sacerdote ungía con una pequeña pluma de oca las diminutas palmas rojizas y arrugadas de las manos y pies del recién nacido. El abuelo —el padrino del pequeño—, temeroso de que se le cayera, dio con él la vuelta a la pila abollada de hierro y lo entregó en seguida a la princesa María, que era la madrina. El príncipe Andréi, temblando de que pudieran ahogar al niño, esperaba sentado en otra sala a que concluyera la ceremonia. Cuando la niñera le llevó al niño, lo miró sonriente y movió la cabeza en señal de aprobación al escuchar que el pedacito de cera con cabellos del recién nacido había flotado sin hundirse en el agua de la pila.

Guerra Y Paz - León TolstoiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora