Capítulo 20

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Pierre no se quedó a comer y se marchó inmediatamente con el propósito de encontrar en la ciudad a Anatole Kuraguin. Al pensar en él la sangre se le agolpaba en el corazón y parecía faltarle el aliento. Anatole no estaba con los zíngaros, ni en Camoneno; Pierre se dirigió al Club, donde las cosas parecían seguir su ritmo de siempre. Los socios que iban a comer formaban sus grupos y hablaban de las novedades de la ciudad. Todos saludaron a Pierre. Un lacayo, que conocía bien sus costumbres, le advirtió de que se le había reservado un puesto en el comedor pequeño, que el príncipe Mijaíl Zajárish estaba en la biblioteca y que Pável Timoféievich no había llegado aún. Uno de sus conocidos le preguntó si era cierto que la señorita Rostova había sido raptada por Kuraguin, cosa que comentaba ya toda la ciudad. Pierre se echó a reír y aseguró que la noticia era absurda, puesto que venía de estar con los Rostov. Preguntó a todos por Anatole; unos le dijeron que no había llegado todavía; otros, que pensaba comer allí. A Pierre le pareció extraño contemplar a toda aquella gente tranquila e indiferente, que no sabían lo que estaba sucediendo en su espíritu. Paseó un rato por la amplia sala hasta que todos hubieron llegado, y cuando vio que Kuraguin no aparecía, se volvió a su casa, sin quedarse a comer.

Anatole, al que tanto buscaba, había comido aquel día con Dólojov, consultando con él la manera de remediar lo ocurrido. Le parecía imprescindible tener una entrevista con Natasha. Y por la tarde se acercó a casa de su hermana, para hallar un medio de arreglar la entrevista. Cuando Pierre, después de recorrer toda la ciudad, llegó a su casa, un criado le anunció que Anatole Vasílievich estaba con la condesa.

El salón de Elena estaba lleno de invitados; Pierre, sin saludar a su mujer, a la que desde su llegada a Moscú no había visto (ahora le resultaba más odiosa que nunca), entró en el salón y, al ver a Anatole, se dirigió a él.

—¡Ah! ¡Pierre!— dijo la condesa acercándose a su marido. —No sabes en qué situación está nuestro Anatole...

Se detuvo al advertir en la cabeza agachada de su marido, en sus ojos brillantes y en su decidida manera de andar aquella terrible expresión de furor y fuerza que ella conocía y había experimentado después del duelo con Dólojov.

—Donde está usted, sólo hay depravación y maldad— dijo Pierre a su mujer. —Venga, Anatole, tengo que hablarle— añadió en francés.

Anatole miró a su hermana; se levantó dócilmente y siguió a Pierre.

Pierre lo cogió del brazo, tiró de él y salió.

—Si vous vous permettez dans mon salon...[1]— susurró Elena. Pero su marido salió sin hacerle caso. Anatole siguió a Pierre con su arrogancia habitual, pero su rostro delataba cierta inquietud.

Al entrar en su despacho, Pierre cerró la puerta y se dirigió a él sin mirarlo:

—¿Ha prometido usted casarse con la condesa Rostova? ¿Ha intentado raptarla?

—Amigo mío— respondió Anatole en francés (idioma en que transcurría la conversación), —no me creo obligado a contestar a un interrogatorio hecho en ese tono.

El rostro de Pierre, ya pálido, se desfiguró por la cólera. Agarró con su vigorosa mano a Anatole por el cuello del uniforme y lo zarandeó hasta que el rostro de Kuraguin reflejó suficiente miedo.

—¡He dicho que tengo que hablar con usted!...— repitió.

—Pero esto es una estupidez— dijo Anatole, tocándose un botón que se le había desgarrado junto con la tela.

—Es usted un miserable y un canalla, y no sé qué me retiene del placer de aplastarle la cabeza con esto— dijo Pierre, que, por hablar en francés, se expresaba en términos tan artificiosos. Tomó un pesado pisapapeles y lo levantó amenazador, pero al instante volvió a dejarlo en su sitio. —¿Le prometió casarse?

—Yo, yo, yo no pensaba; nunca prometí nada, porque...

Pierre lo interrumpió:

—¿Tiene cartas de ella? ¿Tiene cartas?— repitió acercándose a Kuraguin.

Éste lo miró y, metiendo la mano en su bolsillo, sacó la cartera.

Pierre tomó la carta que le tendía y, apartando una mesa que tenía delante, se dejó caer en el diván. 

—Je ne serai pas violent, ne craignez rien[2]— dijo, respondiendo a un gesto de temor de Anatole.

—Las cartas, primero— dijo Pierre como repitiendo para sí mismo una lección; —segundo— continuó después de un breve silencio, levantándose y volviendo a pasear: —mañana mismo debe salir de Moscú.

—Pero ¿cómo puedo...? ¿Eh?

—Y tercero— prosiguió Pierre, sin hacerle caso —no debe decir nunca una sola palabra de lo ocurrido entre usted y la condesa. Sé que no se lo puedo prohibir, pero si le queda un resto de conciencia...— Pierre dio unas cuantas vueltas en silencio. Kuraguin, sentado junto a la mesa, se mordía los labios con el ceño fruncido. —Al fin y al cabo, no puede dejar de comprender que además de su placer existe la felicidad y la paz de otras personas, y que destroza toda una vida por su afán de divertirse. Diviértase con mujeres semejantes a mi esposa, con ésas tiene perfecto derecho; ellas saben bien lo que usted quiere de ellas. Están armadas contra usted por la misma experiencia de la depravación. Pero prometer matrimonio a una joven... engañarla... intentar un rapto... ¿cómo no comprende que es tan infame como pegar a un anciano o a un niño?...

Pierre calló y fijó en Kuraguin una mirada llena de interrogación, pero ya sin ira.

—Eso no lo sé— replicó Anatole, que parecía recobrar la audacia a medida que Pierre dominaba su cólera. —No lo sé y no quiero saberlo— replicó, sin mirar a su cuñado, y con un ligero temblor en la barbilla. —Pero me ha hablado de tal manera, me ha llamado infame y otras cosas semejantes, que yo, comme un homme d'honneur,[3] no puedo tolerar a nadie. ¿Eh?

Pierre lo miró asombrado, sin comprender qué pretendía.

—Aunque haya sido a solas— siguió Anatole, —no puedo... ¿Eh?

—¿Qué?— preguntó irónicamente Pierre. —¿Necesita una satisfacción?

—Al menos podía retirar esas palabras. Si quiere que acepte sus condiciones... ¿Eh?

—Las retiro, las retiro— dijo Pierre, mirando sin darse cuenta el botón que le había arrancado del uniforme. —Si es preciso, le daré dinero para el viaje.

Anatole sonrió. Y aquella sonrisa tímida y vil, que ya conocía en su mujer, enfureció a Pierre:

—¡Oh, qué familia tan infame y sin corazón!— dijo y salió de la habitación.

Al día siguiente Anatole partió para San Petersburgo.

Guerra Y Paz - León TolstoiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora