El 31 de diciembre, como despedida del año 1809, se iba a celebrar le réveillon en casa de un alto dignatario de los tiempos de Catalina la Grande. Debían asistir el Cuerpo diplomático y el Emperador.
En el paseo de los Ingleses, sobre el Neva, el palacio del prócer resplandecía con sus miles de luces. Junto a la entrada, profusamente iluminada, se había tendido una alfombra roja y, además de los gendarmes, estaba el jefe de la policía con decenas de oficiales. Llegaban sin interrupción los carruajes, con lacayos de librea roja y lacayos con plumas en los sombreros. De los coches descendían personajes uniformados con sus bandas y condecoraciones. Las señoras, de raso y armiño, pisaban con precaución los estribos, desplegados con estruendo, y avanzaban rápidas y silenciosas por la alfombra de la entrada.
A cada nueva carroza que llegaba ante el palacio, un murmullo recorría la multitud de curiosos y los hombres se descubrían.
—¿Es el Emperador?... No, es el ministro... el príncipe... el embajador... ¿Es que no ves el penacho?— se oía decir entre la multitud.
Uno de ellos, mejor vestido que los demás, parecía conocer a todos los personajes que llegaban e iba diciendo el nombre de los más linajudos dignatarios de entonces.
Cuando la tercera parte de los invitados ya estaban en el baile, en casa de los Rostov no habían terminado aún de vestirse para asistir a la gran fiesta.
Ese baile fue objeto de muchos comentarios y preparativos en casa de los Rostov. Al principio dudaron de que se los invitara; después temieron que los trajes no estuvieran dispuestos para la fecha y que no todo resultase como debía.
María Ignátievna Perónskaia, amiga y pariente de la condesa, enjuta y amarillenta dama de honor de la vieja Corte, acompañaba al baile a los Rostov para guiar a aquellos provincianos en la alta sociedad petersburguesa. Los Rostov debían recogerla en su coche a las diez en los jardines de Táurida; pero eran las diez menos cinco y las jóvenes no estaban aún vestidas.
Natasha iba por primera vez a un gran baile. Se había levantado a las ocho de la mañana y todo el día transcurrió en una febril inquietud y actividad. Redobló sus esfuerzos para que Sonia, su madre y ella misma fueran vestidas de la mejor manera posible. Sonia y la condesa se pusieron en sus manos. La condesa llevaría un vestido de terciopelo rojo oscuro y las dos jóvenes irían de blanco con visos de color rosa y flores en el corpiño; además, el peinado sería à la grecque.
Lo principal ya estaba: se habían lavado, perfumado y empolvado cuidadosamente los brazos, cuello y orejas, tal como se hacía para ir a un baile; tenían puestas las medias de seda transparente y los zapatos de raso adornados con pequeños lazos; el peinado estaba casi concluido. Sonia terminaba ya de vestirse y la condesa también; pero Natasha, que se ocupaba de todas, se había retrasado. Estaba todavía ante el espejo, con un peinador echado sobre sus delgados hombros. Sonia, ya vestida, permanecía en medio de la estancia apretando con su pequeño dedo la última cinta, que crujía bajo el alfiler.
—¡No, así no, Sonia!— dijo Natasha volviéndose y recogiéndose con las manos el cabello, que la doncella no había tenido tiempo de soltar. —Esa cinta no está bien... acércate.
Sonia se sentó y Natasha sujetó la cinta de otra manera.
—Señorita, que así no puedo— dijo la doncella sin soltar el pelo de Natasha.
—¡Ay, Dios mío! Espera. Así, Sonia.
—¿les falta mucho?— preguntó desde fuera la condesa. —Ya son las diez.
—En seguida, en seguida. Y usted, mamá, ¿ya está?
—No me queda más que la toca.
—No se la ponga hasta que yo vaya— gritó Natasha. —No lo haga.
—Pero ya son las diez.
Tenían que llegar al baile a las diez y media y todavía estaba Natasha sin arreglar. Además, debían pasar antes por el jardín de Táurida.
Una vez peinada, aún con las cortas enaguas que dejaban ver los zapatos de baile y una chambra de su madre, se acercó corriendo a Sonia, le pasó revista y después inspeccionó a la condesa. Haciéndole volver la cabeza, sujetó la toca, besó rápidamente sus grises cabellos y corrió de nuevo hacia las doncellas, que terminaban de dar los últimos puntos a su falda.
El problema estaba ahora en la falda de Natasha, que era demasiado larga. Dos doncellas la estaban acortando, y mordían presurosas el cabo del hilo. Una tercera, con los alfileres en la boca, corría de Sonia a la condesa atendiendo a las dos; la cuarta sostenía en alto el transparente vestido de Natasha.
—¡De prisa, Mavrusha, palomita!
—Deme el dedal, señorita.
—¿Terminan o no?— preguntó el conde, entrando en la habitación. —Aquí os traigo el perfume. La señorita Perónskaia ya estará cansada de esperar.
—Ya acabé, señorita— dijo una de las doncellas, levantando con dos dedos el vestido y sacudiéndolo delicadamente, manifestando comprender con ese gesto el cuidado que le merecía la finura del traje.
Natasha se dispuso a ponérselo.
—¡Ahora, ahora! Papá, no entres— gritó a través de la falda que la cubría por completo.
Sonia cerró la puerta. Un minuto después dejaban entrar al conde. Llevaba frac azul, medias de seda y zapatos; iba bien perfumado y peinado.
—¡Qué guapo estás, papá!— dijo Natasha, mientras se ajustaba los pliegues de la falda.
—Permítame, señorita, permítame— decía la doncella, arrodillada delante de Natasha y tirándole de la falda, mientras con la lengua se pasaba los alfileres de un lado de la boca a otro.
—Tú harás lo que quieras— exclamó Sonia, desesperada, mirando el vestido de Natasha, —harás lo que quieras, pero sigue largo.
Natasha se alejó para mirarse en el espejo. En efecto, el vestido estaba largo.
—Le juro, señorita, que no le está largo— decía Mavrusha, arrastrándose detrás de Natasha.
—Si está largo, lo acortaremos en un abrir y cerrar de ojos— dijo resueltamente Duniasha, sacando una aguja del pañuelo que llevaba en el pecho y sentándose en el suelo para volver a la tarea.
En aquel instante, la condesa, con su traje de terciopelo y su toca, entró silenciosa y tímidamente.
—¡Oh, preciosa mía, qué bella estás!— exclamó el conde. —¡Mejor que vosotras!— y quiso abrazarla, pero ella, ruborizándose, se apartó para que no le arrugara el vestido.
—¡Mamá! Ladee un poco más la toca— dijo Natasha. —Ahora se la arreglaré— y avanzó hacia ella.
Las doncellas, que cosían su falda, no tuvieron tiempo de seguirla y rompieron un poco de tul.
—¡Dios mío! ¿Pero qué nos pasa? Juro por Dios que no tuve la culpa...
—No es nada. Lo coseré y no se verá— dijo Duniasha.
—¡Qué guapa! ¡Pero qué guapa!— exclamó la vieja niñera, que entraba entonces. —¡Y Sonia, qué bella! ¡Qué preciosas las dos!
A las diez y cuarto tomaron por fin las carrozas. Tenían que ir todavía al jardín de Táurida.
La señorita Perónskaia estaba dispuesta. A pesar de su edad y fealdad, en su casa había ocurrido lo mismo que en la de Rostov, aunque con menos prisas, porque ya estaba acostumbrada. Habían lavado, perfumado y empolvado su feo cuerpo; también detrás de sus orejas; su vieja doncella le había prodigado asimismo frases entusiastas cuando salió de su casa con el traje amarillo y su emblema de dama de honor de la Corte.
La señorita Perónskaia alabó los vestidos de las Rostov; ellas ensalzaron el gusto y el vestido de Perónskaia y, a las once, con grandes precauciones para no estropear vestidos y peinados, subieron a las carrozas y partieron.
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Guerra Y Paz - León Tolstoi
ClassiquesPrincipios de S. XIX, mientras Napoleón planea como invadir Rusia, Natasha, Pierre, Andréi, María y Nikolái descubrirán que tanto en la vida como en el amor hay tiempos de guerra y de paz.