Capítulo 10

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En el entreacto, una corriente de aire frío se filtró en el palco de Elena, se abrió la puerta y entró Anatole, inclinándose y tratando de no molestar a nadie.

—Permítame que le presente a mi hermano— dijo Elena, mirando inquieta a Natasha y a su hermano.

Natasha, por encima del hombro desnudo, volvió su linda cabeza y sonrió. Anatole, que resultaba tan guapo de cerca como de lejos, se sentó a su lado y dijo que desde hacía tiempo deseaba aquel honor, desde el baile en casa de los Narishkin, donde había tenido el inolvidable placer de verla y que no había podido olvidar. Con las mujeres Anatole Kuraguin era mucho más inteligente y sencillo que con los hombres; conversaba con seguridad y sencillez; Natasha quedó sorprendida y gratamente impresionada al comprobar que aquel hombre, del que tantas cosas se contaban, no tenía nada de temible, sino que, por el contrario, sonreía con una sonrisa ingenua, alegre y bonachona.

Kuraguin se interesó por la opinión de Natasha sobre el espectáculo y contó que, en la representación anterior, la Semiónovna se había caído cuando cantaba.

—¿Sabe, condesa— dijo como si hablase con una vieja amiga, —que organizamos un baile de máscaras? Debería venir; será divertidísimo. Nos reunimos en casa de los Arjárov. Se lo ruego de veras, venga.

Anatole, mientras tanto, no separaba los ojos sonrientes del rostro, del cuello y de los desnudos brazos de Natasha, quien sabía que la admiraba, y eso producía en ella una sensación agradable; pero no podía explicarse por qué se sentía violenta y cohibida en su presencia. Cuando no lo miraba, sentía que él tenía los ojos puestos en sus hombros y, sin darse cuenta, procuraba interceptar su mirada para que Anatole desviara la vista a su rostro. Pero cuando lo miraba a los ojos, advertía con miedo que entre ellos no había esa barrera de pudor que siempre existía entre ella y los demás hombres. Sin saber por qué, a los cinco minutos Natasha se sentía terriblemente próxima a ese hombre. Cuando se volvía, siempre tenía miedo a que él sujetase por detrás su brazo o la besara en el cuello. Conversaban sobre las cosas más superficiales y Natasha sentía cada vez más aquella intimidad que no había conocido con ningún otro hombre. Miraba a Elena y a su padre, como preguntándoles qué significaba aquel fenómeno; pero Elena estaba abstraída en la conversación con cierto general y no contestó a su mirada; y los ojos de su padre no le dijeron más de lo que decían siempre: "¿Estás contenta? Pues eso me alegra".

Para romper un momento de embarazoso silencio, durante el cual Anatole la seguía mirando tranquila y fijamente con ojos algo saltones, Natasha le preguntó si le gustaba Moscú. Hizo la pregunta y se ruborizó; todo el tiempo le parecía hacer algo indecente hablando con él. Él sonrió como para animarla.

—Al principio me gustaba poco, porque lo que hace agradable una ciudad ce sont les jolies femmes, ¿no es cierto? Ahora— añadió mirándola significativamente —Moscú me gusta mucho. ¿Irá al baile, condesa? No deje de ir— y tendiendo la mano hacia el ramillete de flores que llevaba Natasha, prosiguió en voz baja: —Vous serez la plus jolie. Venez, chère comtesse, et comme gage donnez-moi cette fleur.[1]

Natasha no comprendió lo que decía, como tampoco lo comprendió él; pero, en las incomprensibles palabras, había una intención indecente. No sabía qué responder, y se volvió como si no lo hubiese oído. Pero nada más volverse pensó que él estaba a sus espaldas, muy cerca.

"¿Qué hace ahora? —se preguntó—. ¿Estará confuso o enojado? ¿Hay que reparar lo que hice?", y volvió la cabeza, sin poderlo evitar. Miró fijamente a Anatole; y su proximidad, la ternura jovial de su sonrisa, su seguridad la vencieron. Sonrió igual que él, mirándolo directamente a los ojos; y, una vez más, sintió horrorizada que entre los dos no había ninguna barrera.

Se levantó el telón de nuevo. Anatole salió del palco, tranquilo y contento. Natasha volvió al suyo con su padre, completamente sometida al mundo en que se encontraba. Cuanto ocurría en derredor le parecía ya totalmente natural, y ni una sola vez volvieron a su mente las anteriores ideas sobre su prometido, la princesa María y la vida del campo, como si todo ello fueran cosas pasadas hacía mucho, mucho tiempo.

En el cuarto acto, un diablo cantó gesticulando hasta que retiraron una tabla bajo sus pies y desapareció dentro del agujero; eso fue todo lo que Natasha vio del cuarto acto; algo la turbaba y atormentaba, y la causa de aquella emoción era Kuraguin, a quien, involuntariamente, seguía mirando. Cuando salían del teatro Anatole se dirigió a ellos, se encargó de llamar el coche y los ayudó a subir; al ayudar a Natasha le apretó el brazo por encima del codo. Natasha, inquieta y ruborizada, lo miró. Los ojos de Anatole brillaban y la miraba, sonriendo tiernamente.




Sólo cuando llegó a casa pudo Natasha reflexionar tranquilamente sobre cuanto le había sucedido, y de pronto, durante el té, que todos tomaron después del teatro, al recordar al príncipe Andréi, se estremeció horrorizada, no pudo contener un grito y salió corriendo y enrojecida de la habitación. "¡Dios mío! ¡Estoy perdida! ¿Cómo he podido llegar a eso?", pensaba. Permaneció durante mucho tiempo con el rostro enrojecido oculto entre las manos, procurando hacerse una clara idea de cuanto le había sucedido, pero no conseguía comprender lo pasado ni tampoco lo que sentía. Todo le parecía oscuro, confuso y terrible. Allá, en la inmensa sala iluminada del teatro, donde a los sones de la música saltaba Duport sobre las tablas húmedas con su chaqueta de lentejuelas y las piernas desnudas, y las señoritas, los viejos y Elena, casi desnuda y con una sonrisa tranquila y orgullosa, gritaban "¡bravo!" con entusiasmo, allá, a la sombra de aquella mujer, todo parecía sencillo y claro; pero ahora, sola, enfrentada a sí misma, eso era incomprensible. "¿Pero qué es eso? ¿Qué es ese miedo que siento de él? ¿Ese remordimiento que sufro ahora?", se preguntaba.

Sólo a la vieja condesa, en la cama, habría podido contar Natasha cuanto pensaba. Sonia, con sus principios severos y simples, no habría entendido nada y habría quedado horrorizada ante su confesión. Sola consigo misma, Natasha trataba de resolver el problema que la torturaba.

"¿Estoy perdida o no para el amor del príncipe Andréi? —se preguntaba, y con una sonrisa irónica se tranquilizaba a sí misma—: ¡Qué tonta soy al preguntármelo! ¿Qué ha ocurrido? ¡Nada! No hice nada, yo no he provocado esto. Nadie lo sabrá y no volveré a verlo. Quiere decir que no ha ocurrido nada, y de nada tengo que arrepentirme; el príncipe Andréi puede amarme tal como soy... Pero, ¿cómo soy? ¡Oh, Dios mío!, Dios mío! ¿Por qué no está él aquí?" Natasha se calmaba por un instante, pero un cierto sentido le decía que aunque todo aquello fuese verdad, aunque nada hubiese sucedido, ya no existía la antigua pureza de su amor por el príncipe Andréi. Volvió a recordar toda la conversación con Kuraguin, evocó su rostro, sus gestos, la tierna sonrisa de aquel hombre atractivo y audaz cuando le apretaba el brazo para ayudarla a subir al coche.

Guerra Y Paz - León TolstoiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora