Capítulo 23

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El canoso ayuda de cámara, sentado en su silla, cabeceaba atento a los ronquidos del príncipe en su enorme despacho. Desde la otra parte de la casa, a través de las puertas cerradas, llegaban, repetidos por vigésima vez, los difíciles pasajes de la sonata de Dussek.

En aquel momento se detuvieron frente a la puerta principal una carroza y una carretela; de la carroza descendió el príncipe Andréi, que ayudó a salir a su mujer y la dejó pasar delante. El viejo Tijón apareció, con su peluca, en la puerta de la sala, anunció en voz baja que el príncipe dormía y cerró rápidamente la puerta. Tijón sabía que ni la llegada del hijo ni suceso alguno, aun el más extraordinario, debían alterar el orden establecido.

Y el príncipe Andréi lo sabía sin duda tan bien como Tijón, pues miró al reloj, como para comprobar que los hábitos de su padre no habían cambiado desde la última vez que se vieron, y, convencido de ello, se volvió hacia su mujer:

-Se levantará dentro de veinte minutos- dijo. -Vamos a ver a la princesa María.

La pequeña princesa había engordado en los últimos tiempos, pero sus ojos y su corto labio sonriente, sombreado de una ligera pelusa, se elevaba siempre de la misma manera alegre y graciosa.

-Mais, c'est un palais- dijo a su marido, mirando con la misma expresión con que uno felicita al anfitrión en un baile. -Allons, vite, vite...[1]

Miraba, sin dejar de sonreír, a Tijón, a su marido y al camarero que los acompañaba:

-C'est Marie qui s'exerce? Allons doucement, il faut la surprendre.[2]

El príncipe Andréi la siguió cortésmente, pero triste.

-Has envejecido, Tijón- dijo, al pasar, al viejo, que le besó la mano.

Antes de llegar a la sala de la que salían las notas del clavicordio, apareció por una puerta lateral la hermosa y rubia francesa. Mademoiselle Bourienne parecía loca de entusiasmo.

-Ah! quel bonheur pour la princesse!- exclamó. -En fin!... Il faut que je la prévienne.[3]

-Non, non, de grâce... Vous êtes mademoiselle Bourienne, je vous connais déjà par l'amitié que vous porte ma belle-soeur- replicó la princesa, besándola. -Elle ne nous attend pas?[4]

Se acercaron a la puerta del salón de los divanes tras la cual se oía el pasaje repetido una y otra vez. El príncipe Andréi se detuvo y frunció el ceño como si esperara algo desagradable.

La princesa entró. El pasaje musical quedó interrumpido y se oyó un grito y los pasos pesados de la princesa María seguidos de sonoros besos. Cuando el príncipe Andréi entró, ambas princesas, que no se habían visto más que brevemente con ocasión de la boda, estaban abrazadas estrechamente, besándose en los mismos sitios que lograron alcanzar en el primer instante. Junto a ellas estaba mademoiselle Bourienne, con las manos puestas sobre el corazón; sonreía devotamente, presta tanto a reír como a llorar. El príncipe Andréi se encogió de hombros y frunció el ceño, como hacen los entendidos en música cuando perciben una nota falsa. Ambas mujeres se separaron y, como si temieran llegar tarde, volvieron a cogerse las manos y besarse; otra vez se separaron, se juntaron y repitieron los besos y, cosa completamente inesperada para el príncipe Andréi, empezaron a llorar sin dejar de besarse. También mademoiselle Bourienne lloraba. El príncipe Andréi estaba manifiestamente violento, pero a las dos mujeres les parecía tan natural llorar que nunca habrían podido figurarse de otra manera aquel encuentro.

-Ah, chère!... Ah, Marie!...- hablaron a la vez riendo. -J'ai rêvé cette nuit!... Vous ne nous attendiez done pas... Ah! Marie, vous avez maigri... Et vous avez repris...[5]

Guerra Y Paz - León TolstoiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora