Capítulo 11

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Se despertó tarde. Trató de rehacer sus impresiones del día anterior y recordó ante todo que debía presentarse al emperador Francisco. Pensó en el ministro de la Guerra, en el cortés ayudante de campo austríaco, en Bilibin y la conversación de la noche pasada. Para acudir a palacio se puso el uniforme de gran gala, que hacía tiempo no había llevado. Fresco, animado y apuesto, con una mano vendada, penetró en el despacho de Bilibin. Allí había cuatro caballeros del cuerpo diplomático. Bolkonski conocía ya al príncipe Hipólito Kuraguin, secretario de la embajada. Bilibin le presentó a los demás.

Los diplomáticos, hombres de mundo, jóvenes, ricos y alegres, constituían en Viena y en Brünn un círculo aparte al que Bilibin —que era su cabeza— llamaba los nuestros, les nôtres. Este círculo, integrado casi exclusivamente por diplomáticos, no se interesaba en absoluto por la guerra o la política, sino por las personas de la alta sociedad, por ciertas relaciones femeninas y el papeleo de las oficinas.

Con extraordinaria solicitud acogieron en su círculo al príncipe Andréi como suyo (honor que no solían prodigar). Por cortesía, y para entrar en conversación, le hicieron algunas preguntas sobre el ejército y la batalla, pero muy pronto comenzaron las bromas y los chismes, todo ello sin ningún orden ni concierto.

—Lo mejor de todo— comentaba uno, refiriéndose al fracaso de cierto colega diplomático, —lo mejor de todo es que el canciller le dijo francamente que su nombramiento para Londres era un ascenso y que él debía considerarlo como tal. ¡Imagínense su cara al oírlo!...

—Pero hay algo peor, señores; voy a descubrir el secreto de Kuraguin: ¡su compañero cae en desgracia y este terrible Don Juan se aprovecha de ello!

El príncipe Hipólito se había acomodado en una butaca, con las piernas cruzadas sobre el brazo de la misma.

—Parlez-moi de ça— dijo riendo.[1]

—¡Oh, Don Juan! ¡Oh, serpiente!— exclamaron algunos.

—No sabe, Bolkonski— dijo Bilibin al príncipe Andréi, —que todos los horrores del ejército francés (casi digno del ruso) no son nada comparados con lo que este hombre hace entre las mujeres.

—La femme est la compagne de l'homme[2]— comentó el príncipe Hipólito; y fijó los impertinentes en sus propias piernas, que colgaban del brazo de la butaca.

Bilibin y los nuestros estallaron en una carcajada, mirando a Hipólito. El príncipe Andréi vio que aquel Hipólito, de quien casi había sentido celos (tenía que confesárselo), no era más que el bufón del grupo.

—Tengo que hacerle los honores de Kuraguin— dijo Bilibin en voz baja a Bolkonski. —Es delicioso cuando habla de política. ¡Hay que ver con qué seriedad lo hace!

Se sentó junto a Hipólito y, reuniendo las arrugas en la frente, comenzó a charlar de política con él.

El príncipe Andréi y los demás los rodearon.

—Le cabinet de Berlin ne peut exprimer un sentiment d'alliance— comenzó Hipólito, mirando a todos con aire de importancia —sans exprimer... comme dans sa demiére note... vous comprenez... vous comprenez... et puis si Sa Majesté l'Empereur ne déroge pas au principe de notre alliance... Attendez, je n'ai pas fini— dijo al príncipe Andréi sujetándolo del brazo. —Je suppose que l'intervention sera plus forte que la non-intervention. Et...— guardó silencio —on ne pourra pas imputer à la fin de non-reçevoir notre dépêche du 28 octobre. Voilà comment cela finira.[3]

Y soltó el brazo de Bolkonski, dando a entender así que lo había dicho todo.

—Démosthène, je te reconnais au caillou que tu as caché dans ta bouche d'or[4]— dijo entonces Bilibin, y hasta sus cabellos se movieron de placer.

Todos rieron, e Hipólito más que nadie. La risa lo sofocaba, pero no podía dominar aquel estallido de hilaridad salvaje que distendía su rostro siempre inmóvil.

—Ea, señores— dijo Bilibin —Bolkonski es mi huésped en casa y aquí, en Brünn, y quiero ofrecerle todas las distracciones posibles de la vida local. En Viena habría resultado fácil, pero aquí, dans ce vilain trou morave[5] hay mayores dificultades y tengo que pedirles ayuda a todos. Il faut lui faire les honneurs de Brünn. Ustedes se encargarán del teatro, yo de la sociedad y usted, Hipólito, por supuesto, de las mujeres.

—Hay que presentarle a Amélie. ¡Es encantadora!— dijo uno de los nuestros, besándose las puntas de los dedos.

—En general— comentó Bilibin, —hay que imbuir a este sanguinario soldado de ideas más humanas.

—No sé si podré aprovechar su hospitalidad, señores; y ahora tengo que irme— dijo Bolkonski, mirando su reloj.

—¿Adónde?

—A ver al Emperador.

—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!

—Bien, hasta la vista, Bolkonski. Hasta la vista, príncipe. Venga pronto a comer. Nos encargaremos de usted— dijeron los demás, despidiéndolo.

—Cuando hable con el Emperador procure alabar cuanto pueda el avituallamiento y el servicio de carreteras— dijo Bilibin, que acompañaba a Bolkonski.

—Bien quisiera, pero creo que no podré— respondió sonriendo Bolkonski.

—Cuanto más hable, mejor. El Emperador tiene debilidad por las audiencias; pero no le gusta hablar y, como verá, tampoco sabe hacerlo.

Guerra Y Paz - León TolstoiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora