Capítulo 7

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El 12 de noviembre, el ejército de Kutúzov, acampado cerca de Olmütz, se preparaba para la revista de los dos Emperadores, el ruso y el austríaco, que tendría lugar al día siguiente. La Guardia, recién llegada de Rusia, vivaqueó a quince kilómetros de Olmütz y, al día siguiente, a las diez de la mañana, llegó al campo de maniobras, dispuesta para la revista.

Nikolái Rostov acababa de recibir una nota de Borís informándolo de que el regimiento Izmailovski pernoctaría a quince kilómetros de Olmütz y que lo esperaba para entregarle las cartas y el dinero. Rostov necesitaba el dinero ahora sobre todo, después de la campaña, cuando las tropas estaban acantonadas cerca de Olmütz, donde los cantineros y los judíos austríacos, que llenaban el campamento, bien abastecidos, ofrecían los objetos más tentadores. Entre los oficiales del regimiento de Pavlograd se sucedían toda clase de fiestas para celebrar las condecoraciones y recompensas obtenidas en la campaña, así como numerosos viajes de placer a Olmütz, donde Carolina, la Húngara, había abierto un restaurante servido por mujeres. Rostov acababa de celebrar su ascenso y había comprado a Denísov su caballo Beduino. Estaba, pues, endeudado al máximo con sus camaradas y los cantineros. Apenas recibió el aviso de Borís, partió para Olmütz con un amigo. Comió, bebió una botella de vino y se dirigió solo al campamento de la Guardia en busca de su amigo de la infancia. Rostov no había tenido tiempo aún de hacerse el uniforme; llevaba una vieja guerrera de cadete, con la cruz de San Jorge, pantalón de montar igualmente deteriorado y un sable de oficial; montaba un caballo del Don, comprado a un cosaco durante la campaña, y su chacó de húsar estaba un poco ladeado hacia atrás. Mientras se acercaba al regimiento Izmailovski, iba pensando en la sorpresa de Borís y sus compañeros de la Guardia al ver su aire marcial, de hombre ya curtido en lides de guerra.

Para la Guardia, la campaña había sido un verdadero paseo, en el cual había presumido de sus elegantes uniformes y de su disciplina ejemplar. Las marchas eran breves; los soldados habían dejado sus mochilas en los carros y, en cada etapa, las autoridades austríacas ofrecían a los oficiales magníficas comidas. Los regimientos entraban y salían de las ciudades entre músicas, y toda la marcha, por orden del gran duque —de lo que estaban orgullosos los oficiales de la Guardia—, se hizo marcando el paso y con los oficiales en sus respectivos puestos. Borís hizo todo el recorrido y pernoctó con Berg, ascendido a jefe de compañía. En su nuevo cargo, Berg, siempre cumplidor y puntual en el servicio, se había conquistado la confianza de sus superiores y había conseguido arreglar muy ventajosamente sus asuntos económicos. Borís había encontrado durante la marcha a muchas personas que podían serle útiles y, gracias a una carta que le diera Pierre, conoció al príncipe Andréi Bolkonski, mediante el cual esperaba conseguir un nombramiento para el Estado Mayor del generalísimo. Berg y Borís, pulcros y atildados, permanecían en su apartamento y descansaban de la última marcha, jugando al ajedrez ante una mesa redonda. Berg sostenía entre las piernas una pipa encendida. Borís, con su habitual precisión, alineaba con sus manos blancas y finas los peones, esperando el movimiento de Berg; Borís miraba fijamente a su compañero, entregado por entero al juego, fiel a su costumbre de pensar tan sólo en aquello que ocupaba su atención en el momento dado.

—A ver cómo sale de ésta— dijo.

—Procuraremos salir— respondió Berg, tocando una pieza, pero dejándola en seguida.

En aquel instante se abrió la puerta.

—Vaya. ¡Por fin te encuentro!— gritó Rostov. —¡Eh, y Berg también! "Eh, petits enfants, allez coucher dormir!"[1]— gritó, repitiendo las palabras de la vieja niñera de la que antaño se burlaba con Borís.

— ¡Dios mío, cómo has cambiado!— Borís se levantó al encuentro de Rostov pero sin olvidarse de sostener y recoger las piezas de ajedrez que se habían caído.

Guerra Y Paz - León TolstoiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora