El tedio, que tanto temía, invadió de nuevo a Pierre. Después del discurso en la logia se encerró durante tres días en su casa, echado en un diván, sin recibir a nadie ni salir a ningún sitio.
Durante ese tiempo recibió una carta de su esposa, que le suplicaba una entrevista; le decía que estaba triste sin él y que deseaba consagrarle toda la vida.
En las últimas líneas le anunciaba su próxima llegada a San Petersburgo, de vuelta del extranjero.
Tras la carta, la soledad de Pierre fue interrumpida por la visita de un hermano masón, de los que menos estimaba, quien, llevando la conversación hacia el tema de la vida conyugal de Pierre, le indicó, en forma de fraternal consejo, que aquella severidad para con su mujer era injusta y se apartaba de las reglas fundamentales de la masonería al no perdonar a la que se arrepiente.
Al mismo tiempo, su suegra, la esposa del príncipe Vasili, mandó a buscarlo, suplicándole que la visitara unos minutos siquiera para tratar de un asunto sumamente importante. Pierre comprendió que estaban tramando una conjura y querían reconciliarlo con su mujer. En el estado en que se hallaba, aquella idea no le era ni siquiera desagradable. Todo le daba igual: Pierre no veía en la vida nada que tuviera verdadera importancia y bajo la influencia de aquel tedio que lo dominaba no tenía en estima ni su propia libertad ni la voluntad firme de castigar a su mujer.
"Nadie tiene razón, nadie es culpable —pensaba—; luego tampoco ella es culpable." Y si Pierre no dio entonces mismo su consentimiento para la reconciliación fue sencillamente porque debido al estado de postración en que se hallaba carecía de energías para emprender cosa alguna. Si en aquel instante hubiera entrado en la casa su mujer, Pierre no la habría echado. En comparación con lo que le interesaba ahora, ¿qué importancia tenía vivir o no vivir con ella?
Sin responder a su mujer ni a su suegra, una noche salió para Moscú a fin de entrevistarse con Osip Alexéievich.
En su diario escribió lo siguiente:
Moscú, 17 de noviembre
Acabo de regresar de la casa del bienhechor y me apresuro a escribir todo cuanto he sentido. Osip Alexéievich vive pobremente y desde hace tres años padece una dolorosa enfermedad de la vejiga. Nadie ha oído de sus labios una queja ni una palabra de lamentación. De la mañana a la noche, excepto en las horas de la comida (que es de lo más corriente), se dedica a las ciencias. Me ha recibido cariñosamente invitándome a tomar asiento en la cama donde yace; le hice la señal de la Orden de los Caballeros de Oriente y de Jerusalén y me respondió con el mismo gesto y me preguntó con una dulce sonrisa por lo que yo había visto y aprendido en las logias prusianas y escocesas. Le conté todo como buenamente supe, exponiendo en líneas generales mis propuestas a nuestra logia de San Petersburgo y manifestándole la mala acogida que se me hizo y la ruptura con los hermanos. Después de una larga reflexión en silencio, Osip Alexéievich me expuso su opinión con palabras que aclararon instantáneamente todo lo pasado y el camino que se me abría en el futuro. Me sorprendió preguntándome si recordaba cuál era el triple objetivo de la Orden: primero, conservar y conocer en profundidad los misterios; segundo, purificarse y corregirse, a fin de asimilarlos mejor; tercero, mejorar al género humano mediante ese deseo de perfección. ¿Cuál es el principal, el primero, de estos tres fines? Sin duda el perfeccionamiento y purificación personal; tan sólo a ese objetivo podemos aspirar siempre, independientemente de cualquier circunstancia. Pero, al mismo tiempo, ese objetivo exige de nosotros la mayor cantidad de esfuerzo. Por ello, cuando pecamos por orgullo, perdemos de vista ese fin; o bien deseamos estudiar un misterio del que somos indignos, puesto que no somos puros, o bien nos lanzamos a corregir al género humano cuando nosotros mismos somos un evidente ejemplo de vileza y perversión. El iluminismo no es una doctrina pura porque lo atrae la actuación social y está lleno de orgullo. Por estas razones, Osip Alexéievich condenó mi discurso y toda mi actividad. En el fondo de mi alma estuve de acuerdo con él. A propósito de mis asuntos familiares, me dijo: "El principal deber del verdadero masón, como le dije, consiste en el propio perfeccionamiento. Pero a menudo pensamos que, alejando de nosotros todas las dificultades de la vida, conseguimos con mayor prontitud este fin; por el contrario, señor mío, sólo en medio de las preocupaciones mundanas podemos alcanzar los tres objetivos principales; primero, el conocimiento de uno mismo lo alcanzamos tan sólo por la comparación; segundo, el perfeccionamiento se obtiene mediante la lucha únicamente; tercero, la virtud esencial: el amor a la muerte. Sólo las adversidades de la vida pueden manifestamos su vanidad, y ayudamos así en nuestro amor innato a la muerte, o sea, al renacer en una nueva vida". Palabras tanto más notables ya que Osip Alexéievich, a pesar de sus terribles sufrimientos físicos, nunca siente el peso de la vida y ama la muerte, para la que no se considera suficientemente preparado, a pesar de su pureza y elevación espiritual. El bienhechor me explicó después el sentido completo del gran cuadrado del universo haciéndome saber que los números 3 y 7 son la base de todo. Me aconsejó que no me alejara de los hermanos de San Petersburgo, que en la logia ocupara sólo las funciones de segundo grado, que intentara apartar a los hermanos del orgullo y conducirlos por el verdadero camino del conocimiento propio y de la perfección. Me aconsejó, además, en cuanto a mí mismo, que me observara atentamente, para lo cual me dio este cuaderno donde anoto y seguiré anotando en adelante todos mis actos.
San Petersburgo, 23 de noviembre
Vivo de nuevo con mi mujer. Mi suegra vino hecha un mar de lágrimas para decirme que Elena estaba aquí y me suplicaba que la escuchara; añadió que era inocente, que sufría por mi abandono y otras muchas cosas. Yo sabía que si cedía y volvía a verla no tendría fuerzas para negarme. En semejante duda, no supe a qué ayuda recurrir. Si el bienhechor hubiera estado aquí, me habría guiado. Me encerré en mi despacho, releí las cartas de Osip Alexéievich, recordé mis charlas con él y, de todo ello, saqué la conclusión de que no debía rechazar a quien suplica, que debía tender la mano a todos y especialmente a personas tan ligadas a mí y que debía llevar mi cruz. Pero si la perdono por amor a la virtud, es preciso que mi unión con ella no tenga más que un objetivo espiritual. Así lo he decidido y así he escrito a Osip Alexéievich; he rogado a mi mujer que olvide el pasado, que perdone mis posibles culpas para con ella y le he dicho que yo no tenía nada que perdonar. Me sentía feliz al hablarle así. Que no sepa lo penoso que me resultaba volver a verla. Ahora vivo en el piso alto de la casa grande y me siento feliz y renovado.
ESTÁS LEYENDO
Guerra Y Paz - León Tolstoi
ClassicsPrincipios de S. XIX, mientras Napoleón planea como invadir Rusia, Natasha, Pierre, Andréi, María y Nikolái descubrirán que tanto en la vida como en el amor hay tiempos de guerra y de paz.