Mientras en la sala de los Rostov se seguía bailando la sexta "inglesa", al son de una orquesta que empezaba a desafinar por el cansancio de los músicos, y los camareros y cocineros preparaban la cena, el conde Bezújov sufrió su sexto ataque. Los médicos declararon que no existía ninguna esperanza de curación. Se leyeron al enfermo las oraciones de la confesión, se le administraron los sacramentos, se hicieron los preparativos para la extremaunción y la confusión e inquietud propias de semejantes momentos se adueñaron de la casa. Afuera, al otro lado del portal, se ocultaban, entre carruajes que iban llegando, los empleados de pompas fúnebres, con la esperanza de un lujoso entierro. El general gobernador de Moscú, que por intermedio de sus ayudantes no cesó de informarse del estado del conde, aquella tarde se dirigió personalmente a decir su adiós al conde Bezújov, el célebre dignatario de Catalina II.
La suntuosa sala de recepción estaba llena. Todos se levantaron con respeto cuando el general gobernador, después de haber estado media hora a solas con el enfermo, salió de la cámara; respondió apenas a los saludos y procuró pasar lo más pronto posible ante los médicos, sacerdotes y parientes que tenían los ojos fijos en él. El príncipe Vasili, que en aquellos días había adelgazado, más pálido que de costumbre, lo acompañaba diciéndole algo en voz baja.
Después de haber acompañado al general gobernador, el príncipe Vasili se sentó en la sala con las piernas cruzadas, apartado de todos, el codo apoyado en la rodilla y los ojos ocultos tras la mano; así permaneció durante cierto tiempo; luego se levantó y, con pasos rápidos no habituales en él, dirigiendo en derredor miradas inquietas, atravesó un largo corredor y pasó a la parte trasera de la casa, donde vivía la mayor de las princesas.
Cuantos estaban en la sala débilmente iluminada cuchicheaban nerviosamente entre sí y callaban, mirando con ojos inquisitivos y ansiosos la puerta que conducía a la habitación del moribundo, que se abría con ruido débil siempre que salía o entraba alguien.
—La vida ha llegado a su término y no se pueden traspasar sus límites— decía un sacerdote viejecillo a una señora que, sentada junto a él, lo escuchaba cándidamente.
—¿No será demasiado tarde para la extremaunción?— preguntó la señora, añadiendo a sus palabras el título eclesiástico, como si careciera de opinión propia sobre ello.
—Es un gran sacramento, hija mía— respondió el sacerdote pasándose la mano sobre la cabeza, en la cual sólo quedaban algunos mechones de cabellos grises.
—¿Quién era ése? ¿El general gobernador de la plaza?— preguntaban en otro ángulo de la estancia.
—¡Qué joven parece!...
—Pues pasa de los sesenta. Y dicen que el conde ya no conoce a nadie... que van a administrarle la extremaunción.
—Conocí a un señor a quien se la administraron siete veces.
La segunda de las princesas salió de la habitación del enfermo con los ojos llenos de lágrimas y tomó asiento al lado del doctor Lorrain, que, en gentil postura, con el codo apoyado en una mesa, estaba sentado bajo el retrato de Catalina II.
—Très beau— dijo el médico, respondiendo a una pregunta sobre el tiempo, —très beau, princesse, et puis à Moscou on se croit à la campagne.[1]
—N'est-ce pas?[2]— suspiró la princesa. —Entonces, ¿puede beber?
Lorrain quedó pensativo.
—¿Ha tomado la medicina?
—Sí.
El médico miró su reloj.
—Tome un vaso con agua hervida y ponga une pincée[3]— con afilados dedos indicó lo que significaba une pincée de crémor tártaro...
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Guerra Y Paz - León Tolstoi
ClassicsPrincipios de S. XIX, mientras Napoleón planea como invadir Rusia, Natasha, Pierre, Andréi, María y Nikolái descubrirán que tanto en la vida como en el amor hay tiempos de guerra y de paz.