Capítulo 7

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Habían transcurrido dos meses desde que en Lisie-Gori recibieran noticias de la batalla de Austerlitz y la desaparición del príncipe Andréi. Y a pesar de todas las cartas expedidas por medio de la embajada y de todas las indagaciones que se hicieron, no se halló su cuerpo, ni figuraba tampoco entre los prisioneros. Lo peor para su familia era que, pese a todo, quedaba la esperanza de que hubiera sido recogido por los habitantes del país y que ahora estuviese convaleciente, o tal vez moribundo y solo, entre gente extraña, sin posibilidad alguna de comunicarles noticias. En los periódicos, por los cuales el viejo príncipe tuvo las primeras noticias de la derrota de Austerlitz, se decía, como de costumbre, en términos vagos y breves, que los rusos, después de brillantes encuentros, habían tenido que retirarse y que la retirada se había llevado a cabo en perfecto orden. El viejo príncipe entendió por esas noticias oficiales que los ejércitos del Emperador habían sido derrotados. Una semana después de leer la comunicación del periódico sobre la batalla de Austerlitz el príncipe recibió una carta de Kutúzov, quien le informaba sobre la suerte de su hijo.

"Su hijo -escribía Kutúzov- ha caído delante de mí, con la bandera en la mano, a la cabeza de un regimiento, como un héroe digno de su padre y su patria. Con gran dolor mío y de todo el ejército, hasta ahora no se sabe si está vivo o muerto; me consuelo como usted con la esperanza de que su hijo viva, ya que, de haber muerto, constaría en la relación de oficiales hallados en el campo de batalla, que me han traído a través de parlamentarios."

El viejo príncipe recibió la noticia ya muy avanzada la tarde, estando solo en su despacho; al día siguiente, como de costumbre, dio su paseo matinal, pero estuvo silencioso, y aun cuando tuviera aspecto de estar encolerizado no dijo nada ni al administrador, ni al jardinero, ni al arquitecto. Cuando, a la hora habitual, la princesa María entró en su gabinete, el príncipe estaba de pie, trabajando en su torno; como de ordinario, no se volvió hacia ella.

-¡Ah! ¡La princesa María!- dijo de pronto, con una voz que no era natural.

Tiró la herramienta. (La rueda siguió girando por inercia. La princesa María había de recordar aún mucho tiempo el agonizante chirriar de la rueda, que en su imaginación se fundía con lo acontecido después.)

La princesa se acercó a su padre, vio su rostro y sintió que algo se derrumbaba en su interior. Sus ojos se nublaron. Por la expresión de aquel rostro, ni triste ni abatido, sino colérico y transformado por el esfuerzo que hacía para dominarse, comprendió que una terrible desgracia se le venía encima, la desventura más grande de su vida, algo no experimentado aún, irreparable, incomprensible, la muerte de una persona amada.

-Mon père! André!- exclamó la torpe y desgarbada princesa, con tan indescriptible tristeza y olvido de sí misma que el príncipe no pudo dominarse más y se volvió sollozando.

-Recibí noticias. No está ni entre los prisioneros ni entre los muertos. Me ha escrito Kutúzov- dijocon voz estridente, como si quisiera, con aquel grito, apartar de sí a la princesa. -Lo han matado.

La princesa no cayó, no se desvaneció. Estaba ya pálida, pero al oír las últimas palabras de su padre cambió la expresión de su rostro; algo resplandeció en sus bellos ojos luminosos, como si una alegría suprema, independiente de las tristezas y alegrías de este mundo, descendiera sobre el dolor inmenso que ahora sufría. Olvidó el temor que siempre le había inspirado su padre, se acercó a él, le tomó la mano y lo atrajo hacia sí, abrazando su cuello seco y fibroso.

-No se aparte de mí, mon père... lloremos juntos.

-¡Miserables! ¡Canallas!- gritó el viejo, separando de ella el rostro. -¡Destrozar un ejército! ¡Sacrificar a la gente! ¿Por qué? Ve, ve a decírselo a Lisa.

La princesa, exhausta, se dejó caer en una silla junto al padre y rompió a llorar. Veía a su hermano cuando se despedía de Lisa y de ella, con un aire a la vez altanero y cariñoso; volvía a verlo en el instante en que, tierno y burlón, se ponía la pequeña imagen. "¿Creería ahora? ¿Se habría arrepentido de su incredulidad? ¿Está ahora allá, en la mansión de la paz y la felicidad eternas?", pensaba.

-Cuénteme cómo ha sido, mon père- preguntó a través de las lágrimas.

-Vete, vete. Ha perecido en la batalla donde fueron llevados a morir los mejores hombres de Rusia y la gloria de la patria. Vete, princesa María, ve a decírselo a Lisa. Luego iré yo.

Cuando la princesa María volvió del despacho de su padre, la pequeña princesa estaba sentada ante su labor; tenía esa singular expresión de felicidad y calma interior que sólo poseen las embarazadas. Miró a su cuñada, pero sus ojos no veían a la princesa María sino que miraban dentro de ella, contemplaban el feliz y profundo misterio que se producía en su cuerpo.

-Marie- dijo, apartando el bastidor y echándose atrás, -pon tu mano aquí.

Tomó la mano de su cuñada y la puso en su vientre. Los ojos de Lisa sonreían, esperando; su labio superior, sombreado de pelusa, permanecía levantado, dando a su rostro una expresión infantil y dichosa.

La princesa María se puso de rodillas delante de ella y escondió el rostro entre los pliegues de su vestido.

-Ahí, ahí, ¿lo sientes? Me parece tan extraño... ¿Sabes, Mary? Lo voy a querer muchísimo- dijo Lisa, mirando a su cuñada con ojos brillantes, felices.

La princesa María no pudo levantar el rostro, lloraba.

-¿Qué te pasa?

-Nada, nada... Estoy triste... triste por Andréi- respondió enjugándose los ojos en las rodillas de Lisa.

Durante toda la mañana la princesa María trató varias veces de preparar a su cuñada, mas volvía a llorar. La pequeña princesa no comprendía la causa de tales lágrimas, pero llegaron a inquietarla, aunque su capacidad de observación no era grande. Antes del almuerzo entró en su habitación el viejo príncipe, al que siempre temía, y salió sin decir nada con rostro particularmente inquieto e irritado. Lisa miró a la princesa María, luego quedó pensativa; se diría que toda su atención estaba dirigida a su interior, lo que es frecuente en las embarazadas, y de pronto se echó a llorar.

-¿Han llegado noticias de Andréi?- preguntó.

-No, no... Ya sabes que todavía no han podido llegar; pero mon père empieza a inquietarse y eso me da miedo.

-Entonces ¿no hay nada?

-No, nada- dijo la princesa María, mirando fijamente a su cuñada con sus bellos y luminosos ojos. Estaba decidida a no decirle la verdad y había convencido a su padre de que ocultara la terrible noticia hasta después del parto, que se esperaba de un día para otro.

La princesa María y el viejo príncipe sufrían y ocultaban su dolor cada uno a su manera. El anciano no quería hacerse ilusiones; había decidido que su hijo había muerto, y aun cuando enviara a un emisario a Austria en busca de noticias suyas, había encargado en Moscú un monumento que pensaba colocar en su parque. Decía a todos que habían matado a su hijo. Procuraba no modificar en nada su modo de vida, pero las fuerzas lo abandonaban; paseaba menos, comía y dormía menos y cada día estaba más débil.

La princesa María confiaba. Rezaba por su hermano como si estuviera vivo y esperaba cada instante la noticia de su retorno.

Guerra Y Paz - León TolstoiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora