Capítulo 16

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Anatole vivía últimamente con Dólojov. De éste era el plan del rapto de Natasha, y el proyecto debía realizarse precisamente el día en que Sonia se había quedado a la puerta con el decidido propósito de vigilar cuanto ocurriera. Natasha había prometido a Kuraguin reunirse con él a las diez en la entrada de servicio; Anatole debía conducirla en un trineo, preparado de antemano, hasta la aldea de Kámenka, a sesenta kilómetros de Moscú. Allí, un pope excomulgado los uniría en matrimonio. En Kámenka tomarían un coche hasta el camino de Varsovia, donde utilizarían la posta para huir al extranjero.

Kuraguin tenía el pasaporte, las hojas de ruta y contaba con diez mil rublos tomados a su hermana y otros diez mil conseguidos en préstamo por mediación de Dólojov.

En la antesala, tomando té, estaban dos testigos: uno de ellos era Jvóstikov, un ex funcionario a quien Dólojov utilizaba en sus asuntos del juego; el otro, Makarin, un húsar retirado, hombre bondadoso y débil, que sentía verdadera adoración por Kuraguin.

En su amplio despacho, adornado de tapices persas desde las paredes hasta el techo, pieles de oso y armas, Dólojov, en traje de viaje, estaba sentado ante el escritorio, donde había ábacos y varios fajos de billetes de banco. Anatole, con la guerrera desabrochada, iba de un lado a otro, desde la sala donde aguardaban los testigos hasta el despacho de Dólojov y la habitación siguiente, en la cual su ayuda de cámara francés y algunos otros criados terminaban de preparar el equipaje. Dólojov contaba el dinero y tomaba notas.

—Bueno, habrá que dar dos mil rublos a Jvóstikov— dijo.

—Pues dáselos— repuso Anatole.

—Makarka— así llamaba a Makarin —lo hará gratis, por ti sería capaz de echarse a una hoguera. Aquí tienes las cuentas— y le mostró sus notas. —¿Está bien?

—Sí, claro está— dijo Kuraguin, que evidentemente no escuchaba a Dólojov y miraba ante sí, sin dejar de sonreír.

Dólojov cerró el escritorio y se volvió hacia Anatole con burlona sonrisa.

—¿Sabes lo que te digo? Que lo dejes: todavía estás a tiempo.

—¡Imbécil!— exclamó Kuraguin. —No digas tonterías. Si tú supieras... ¡El diablo sabe lo que es esto!— Te lo digo en serio— continuó Dólojov. —No lo hagas. No es una broma lo que te propones.

—Bueno, déjame; no me fastidies más. ¡Vete al diablo!— gritó irritado Anatole. —No estoy ahora para bromas estúpidas— y salió de la estancia.

—Espera— dijo. —No son bromas. Hablo en serio. Ven, ven aquí.

Anatole regresó y, tratando de concentrar la atención, miró a Dólojov; sometiéndose, sin querer, a su voluntad.

—Escucha, te hablo por última vez. ¿Por qué voy a gastar bromas contigo? ¿Acaso te he llevado la contraria? ¿Quién te lo ha preparado todo? ¿Quién te ha encontrado al pope? ¿Quién ha sacado el pasaporte? ¿Quién ha conseguido el dinero? Todo lo hice yo.

—Sí; te doy las gracias. ¿Crees que no te estoy agradecido?

Anatole suspiró y abrazó a Dólojov.

—Te he ayudado en todo; sin embargo, debo decirte la verdad: es un asunto peligroso; y bien pensado, una tontería. Supongamos que te la llevas contigo. ¿Es que van a quedar así las cosas? Se sabrá que ya estabas casado. Te llevarán a los tribunales...

—¡Bah, bah! ¡Tonterías!— lo interrumpió Anatole frunciendo el ceño. —¿No te lo he explicado ya? Y, con la peculiar obstinación de la gente torpe —cuando formulan una opinión propia—, repitió el razonamiento hecho por él, que había repetido cientos de veces a Dólojov.

Guerra Y Paz - León TolstoiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora