Capítulo 12

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Natasha había cumplido dieciséis años. Era el año 1809. Hacía cuatro que, después de haber besado a Borís, contara con los dedos el año en que llegaría a esa edad. Desde entonces, no había vuelto a verlo. Con Sonia y su madre, cuando se hablaba de Borís, Natasha afirmaba rotundamente que todo el pasado había sido una chiquillada de la cual no se debía ni hablar siquiera y que ella había olvidado hacía tiempo. Pero en el fondo de su alma Natasha se preguntaba, inquieta, si la promesa era un juego o algo más serio la ataba a Borís.

Desde que en 1805 partiera para el ejército, Borís no había visto a los Rostov. Estuvo en Moscú bastantes veces y llegó a pasar cerca de Otrádnoie, pero ni una sola vez los había visitado.

Natasha pensaba, a veces, que no quería verla, y su sospecha parecía confirmada por el tono triste que adoptaban los mayores al referirse a él.

—Hoy la gente ya no se acuerda de los viejos amigos— comentaba la condesa siempre que se hablaba de Borís.

Anna Mijáilovna, que últimamente frecuentaba menos la casa de los Rostov, había adoptado una actitud muy digna y siempre hablaba con entusiasmo de las cualidades de su hijo y de su brillante carrera. Cuando los Rostov se instalaron en San Petersburgo, Borís fue a visitarlos.

No sin emoción se presentó en su casa. El recuerdo de Natasha era el más poético de su vida; pero, al mismo tiempo, llevaba la firme intención de que tanto ella como los demás familiares comprendieran con meridiana claridad que las relaciones infantiles no suponían compromiso alguno ni para él ni para ella. Tenía una brillante posición en la sociedad, gracias a su intimidad con la condesa Bezújov, y era bien considerado en el ejército, merced a la protección de un alto personaje cuya confianza había sabido ganarse; no le faltaban proyectos de matrimonio, fácilmente realizables, con una de las más ricas herederas de San Petersburgo. Cuando Borís entró en la sala de los Rostov, Natasha estaba en su habitación. Al conocer su llegada entró casi corriendo en la sala, enrojecido el rostro, luciendo una sonrisa más que cariñosa.

Borís recordaba a una niña de traje corto, ojos negros y brillantes bajo los bucles y una risa sonora e infantil: a la Natasha de hacía cuatro años. Por eso, cuando entró una Natasha completamente distinta, quedó turbado y en su rostro se reflejó la sorpresa y la admiración. Esa expresión en el rostro de Borís alegró a Natasha.

—¿Qué, reconoces a tu traviesa amiga?— preguntó la condesa.

Borís besó la mano de Natasha y dijo que estaba asombrado por el cambio producido.

—¡Cómo ha embellecido!

"¡Ya lo creo!", respondieron los ojos rientes de Natasha.

—Y papá, ¿ha envejecido?— preguntó.

Natasha se sentó y, sin tomar parte en la conversación de Borís y la condesa, observó en silencio hasta los más pequeños detalles del novio de su infancia. Borís sentía sobre sí esa mirada fija y cariñosa, y de vez en cuando se volvía a ella.

El uniforme, las espuelas, la corbata, el peinado de Borís, todo era a la última moda y comme il faut. Natasha lo notó en seguida. Sentado un poco de lado, junto a la condesa, se ajustaba con la mano derecha un guante limpísimo, que parecía moldeado sobre su izquierda. Apretando sus labios con distinción especial y refinada, hablaba de los placeres del gran mundo de San Petersburgo y, con suave ironía, recordaba los viejos tiempos y a los viejos amigos de Moscú, Deliberadamente, y así lo adivinó Natasha, mencionó a la alta aristocracia, hablando del baile de un embajador, en el cual estuvo, y las invitaciones que había recibido de N. N. y S. S.

Sentada y en silencio, Natasha seguía mirándolo de reojo. Esa mirada inquietaba a Borís y lo turbaba cada vez más. Con mayor frecuencia se volvía hacia Natasha e interrumpía su relato. A los diez minutos, cuando se levantó para despedirse, los mismos ojos curiosos, provocadores y algo burlones seguían mirándolo. Después de aquella primera visita, Borís se dijo que Natasha tenía para él los mismos atractivos que antes; pero no debía abandonarse a ese sentimiento, porque el matrimonio con ella, casi sin dote, sería funesto para su carrera, y renovar las relaciones de antes, sin tener intención de casarse, era indecente. Borís decidió evitar a Natasha; sin embargo, pese a su propósito, unos días después volvió a casa de los Rostov y repitió cada vez con mayor frecuencia sus visitas, y llegó a pasar días enteros en su casa. Comprendía la necesidad de una explicación con Natasha, debía decirle que era preciso olvidar el pasado, que él, pese a todo... no podía casarse con ella, porque carecía de dinero y los padres de ella no darían su consentimiento. Pero nunca encontraba el momento propicio; cada día se sentía más liado. Natasha, según la opinión de Sonia y de la condesa, estaba tan enamorada de Borís como antes. Cantaba para él sus romanzas favoritas, le mostraba su álbum y lo obligaba a escribir algo en él, pero no le permitía hablar del tiempo pasado, dándole a entender así cuán bello era el presente. Todos los días Borís salía de la casa de los Rostov como envuelto en una nube, sin haber dicho lo que tenía intención de decir y sin saber lo que hacía, ni por qué volvía ni cómo iba a terminar todo aquello. Dejó de visitar a Elena y recibía constantes notas llenas de reproches por su ausencia y, a pesar de todo, pasaba largas horas en casa de los Rostov.

Guerra Y Paz - León TolstoiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora