Capítulo 12

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Cuando llegó el momento de abandonar la casa de Pelagueia Danílovna, Natasha, que siempre se daba cuenta de todo, hizo que Luisa Ivánovna pasase al trineo de Dimmler, y ella pasó también, dejando a Sonia y Nikolái con las muchachas.

Nikolái, sin preocuparse de adelantar a nadie, llevaba el trineo con mesura y de vez en cuando miraba fijamente a Sonia, buscando a través de las cejas y el bigote, a la extraña claridad de la luna, en esa luz que todo lo cambia, la Sonia de otros tiempos y la de ahora, de quien había decidido no separarse ya más. La contemplaba con insistencia; al recordar el olor de corcho quemado mezclado con la sensación de los besos, respiraba a pleno pulmón el aire helado, y, mirando la tierra que iba huyendo a los lados del trineo, y el cielo brillante, de nuevo se sentía transportado a un país de maravilla.

—Sonia, ¿te encuentras bien?— preguntaba de vez en cuando.

—Sí— respondía Sonia, —¿y ?

A mitad de camino, Nikolái dejó al cochero los caballos y se acercó un momento al trineo de Natasha.

—¡Natasha, escucha! Me he decidido con Sonia— susurró en francés.

—¿Se lo has dicho?— preguntó Natasha, animada y feliz.

—¡Qué rara estás con ese bigote y esas cejas, Natasha! ¿Estás contenta?

—¡Sí, muy contenta, muy contenta! Empezaba a enfadarme contigo. No te lo decía, pero te portabas mal con ella. ¡Tiene un corazón tan hermoso! Estoy muy contenta, Nikolái. A veces soy mala, pero sentía vergüenza de ser feliz y de que Sonia no lo fuera— continuó. —Ahora estoy muy contenta, pero ve, ve con ella.

—¡No, espera! ¡Qué graciosa estás ahora!— dijo Nikolái mirándola fijamente porque también le parecía encontrar algo nuevo en su hermana, una gracia, una ternura que nunca le había visto. —Natasha, es algo mágico, ¿verdad?

—Sí— contestó ella, —has hecho perfectamente.

"Si la hubiera visto antes como es ahora —pensó Nikolái—, le habría preguntado hace mucho qué debía hacer y habría hecho todo lo que ella me ordenara. Todo estaría bien."

—Entonces estás contenta. Y yo hice bien, ¿verdad?

—¡Oh, sí, sí! Has hecho muy bien. No hace mucho que me enfadé con mamá porque decía que ella te quería pescar. ¿Cómo puede decirse semejante cosa? Casi reñí con ella. No permitiré que nadie diga ni piense nada malo de Sonia, porque sólo tiene buenas cualidades.

—Entonces, todo está bien, ¿no?— repitió Nikolái, contemplando de nuevo el rostro de su hermana para comprobar si hablaba de veras; y haciendo crujir la nieve bajo sus botas altas, bajó y corrió hacia su trineo.

El mismo circasiano, feliz y sonriente, con el bigote pintado y ojos brillantes, lo miraba bajo la capucha de la piel con que tocaba su cabeza. Y ese circasiano era Sonia, y esa Sonia sería seguramente su feliz y amante esposa.

Una vez llegados a casa, después de contar a la condesa cómo les había ido en su visita a las Meliúkova, las jóvenes se retiraron a su habitación. Se quitaron los disfraces y, sin limpiarse los bigotes pintados, permanecieron largo rato charlando sobre lo felices que eran. Hablaban de sus vidas una vez casadas, de sus maridos —que, por supuesto, serían buenos amigos— y de la dicha que les aguardaba. En la mesa de Natasha había algunos espejos dispuestos por Duniasha desde la víspera.

—¿Cuándo será todo esto? Temo que nunca... ¡Sería demasiada felicidad!— dijo Natasha, levantándose y acercándose a los espejos.

—Siéntate, Natasha, tal vez lo veas— dijo Sonia.

Natasha encendió una bujía y se sentó.

—Veo a alguien con bigotes— comentó Natasha, contemplando en el espejo su propia cara.

—No hay que reírse de eso, señorita— dijo Duniasha.

Natasha, ayudada por la doncella y Sonia, encontró la posición justa entre los espejos. En su rostro apareció una expresión grave y seria; guardó silencio y así permaneció sentada durante largo rato mirando la serie de velas que se alejaban desde el espejo suponiendo que veía (según los relatos que había oído) bien un ataúd o bien a él, al príncipe Andréi, en aquel último recuadro confuso y vago. Sin embargo, por dispuesta que estuviera a tomar cualquier mancha o sombra por una figura humana o un ataúd, no consiguió ver nada; comenzó a parpadear y se retiró de los espejos.

—¿Por qué los demás ven y yo no veo nada?— dijo. —Bueno, ahora ponte tú, Sonia; hoy tienes que ver por fuerza. Hazlo por mí... ¡Tengo tanto miedo!...

Sonia se sentó delante de los espejos, buscó la posición conveniente y se puso a mirar.

—Sí, Sofía Alexandrovna verá de seguro— susurró Duniasha. —Usted no hace más que reírse.

Sonia oyó esas palabras y las de Natasha, que decía en voz baja:

—Ya sé que verá; también el año pasado vio.

Durante tres minutos todas guardaron silencio. "Verá...", susurró Natasha; pero no concluyó la frase.

Sonia, de pronto, apartó el espejo y se tapó los ojos con la mano.

—¡Oh, Natasha!— exclamó.

—¿Has visto? ¿Qué has visto?— preguntó Natasha, sosteniendo el espejo.

Sonia no había visto nada; comenzaba a sentir necesidad de parpadear, quería levantarse cuando oyó la voz de Natasha que decía: "Verá". No quería mentir a Natasha ni a Duniasha y se cansaba de estar sentada; no sabía cómo ni por qué se le había escapado aquel grito y se había tapado los ojos con la mano.

— ¿Lo has visto?— le preguntó Natasha apretándole el brazo.

—Sí..., espera... yo... lo he visto— dijo involuntariamente Sonia. No sabía aún si Natasha, al decir "lo has visto", se refería a él, al príncipe Andréi o a Nikolái.

Y entonces pensó: "¿Por qué no voy a decir que lo he visto? Otros ven. ¿Quién puede saber si he visto o no?".

—Sí; lo he visto— dijo.

—¿Cómo, cómo estaba? ¿Echado, o sentado?

—No, he visto... primero no había nada; pero después lo he visto echado.

—¿Andréi echado? ¿Enfermo?— preguntó Natasha mirando a Sonia con ojos de susto.

—¡Oh, no, no! Todo lo contrario; tenía la cara alegre y se volvió hacia mí.

Y mientras hablaba, acabó por creer que lo había visto de verdad.

—Bueno, ¿y después? Cuenta, Sonia.

—Después no he visto bien, había algo azul y rojo...

—¡Sonia! ¿Cuándo volverá? ¿Cuándo lo veré? ¡Dios mío, qué miedo tengo por él, por mí y por todo!...— dijo Natasha. Y sin responder a las palabras de Sonia, que trataba de consolarla, se echó en su cama; mucho después de que las velas fueron apagadas, permanecía inmóvil en la cama, con los ojos abiertos, mirando la gélida luz lunar a través de los cristales helados.

Guerra Y Paz - León TolstoiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora