Capítulo 6

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Hacía tiempo que la familia Rostov carecía de noticias de Nikolái. Sólo hacia la mitad del invierno llegó una carta, en cuyo sobre reconoció el conde la letra de su hijo. Con la carta en la mano, asustado, el conde corrió de puntillas a su despacho, y allí se encerró para leerla a solas. Anna Mijáilovna, enterada de la llegada de una carta (sabía todo cuanto sucedía en la casa), entró silenciosamente en el despacho del conde y se lo encontró con la carta en las manos, llorando y riendo.

Aunque sus asuntos estaban ya en orden, Anna Mijáilovna seguía viviendo con los Rostov.

—Mon bon ami?— preguntó tristemente, siempre dispuesta a compartirlo todo.

El conde sollozó con más fuerza.

—Nikóleñka... Una carta... herido, ma chère... ¡ha sido herido! mi pequeño... la condesa... ha sido promovido a oficial... ¡Bendito sea Dios! ¿Cómo se lo diré a la condesa?

Anna Mijáilovna tomó asiento a su lado y con el pañuelo enjugó las lágrimas del conde, la carta humedecida y las propias lágrimas; leyó la carta, tranquilizó al conde y aseguró que antes del almuerzo y la hora del té habría preparado a la condesa, y que después del té se lo contaría todo, con la ayuda de Dios. Durante la comida Anna Mijáilovna habló de los rumores que corrían sobre la guerra y de Nikolái; preguntó dos veces cuándo se había recibido su última carta (aunque bien lo sabía) y dijo que era muy posible que aquel mismo día llegaran noticias suyas. A cada una de esas alusiones, cuando la condesa empezaba a mostrarse intranquila y miraba inquieta ya al conde, ya a Anna Mijáilovna, ésta desviaba hábilmente la conversación hacia temas insignificantes. Natasha, que entre todos los de su familia era la que mejor captaba los matices de entonación, de la mirada y del rostro, aguzó el oído desde el comienzo de la comida y se dio cuenta de que entre su padre y Anna Mijáilovna había algo referente a su hermano Nikolái, y que Anna Mijáilovna quería preparar el terreno. Y a pesar de su audacia (Natasha sabía bien con qué sensibilidad reaccionaba su madre ante todo lo que se refería a Nikolái), no se decidió a preguntar nada durante la comida; apenas probó bocado y no cesó de moverse en la silla, sin hacer caso de las observaciones de su institutriz. Terminada la comida, corrió hacia Anna Mijáilovna, a la que alcanzó en el despacho de su padre, y se le echó al cuello.

—¡Tita, cariño! ¡Dígame qué pasa!

—Nada, querida.

—No, no, tita, palomita, alma mía, tesoro, no la dejaré. Sé que sabe algo.

Anna Mijáilovna sacudió la cabeza.

—Vous êtes une fine mouche, mon enfant— le dijo.[1]

—¿Hay carta de Nikóleñka? ¡A que sí!— exclamó Natasha, leyendo la respuesta afirmativa en el rostro de Anna Mijáilovna.

—Pero, por Dios, sé prudente. Ya sabes la impresión que puede causar a mamá.

—Seré prudente, tita, lo seré, pero cuénteme. Si no me cuenta, voy ahora mismo y lo digo.

Anna Mijáilovna le explicó brevemente el contenido de la carta, con la condición de que no se lo dijese a nadie.

—Palabra de honor— dijo la niña santiguándose. —No se lo diré a nadie.

Y corrió inmediatamente en busca de Sonia.

—Nikóleñka... herido... carta!— dijo con solemnidad y alegría.

—¡Nikolái!— exclamó Sonia, palideciendo.

Natasha, al advertir la impresión que producía en Sonia la noticia de la herida de su hermano, comprendió por primera vez todo el aspecto doloroso de aquella nueva.

Guerra Y Paz - León TolstoiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora