Capítulo 3

80 4 4
                                    


En 1811 vivía en Moscú un médico francés que en muy poco tiempo se había hecho famoso. Era muy alto, muy guapo, agradable como buen francés y, según decían todos, médico de extraordinario valor. Se llamaba Métivier. En la alta sociedad se lo recibía no como a médico, sino como a un igual.

El príncipe Nikolái Andréievich, que se burlaba de la medicina, había recurrido últimamente a sus servicios por consejo de mademoiselle Bourienne y se había acostumbrado a él. Métivier iba a la casa del príncipe dos veces por semana.

El día de San Nikolái, fiesta onomástica del príncipe, todo Moscú acudió a su casa, pero él había dado órdenes de no recibir a nadie a excepción de un contado número de personas cuya lista había entregado a la princesa María.

Métivier, que había acudido por la mañana en su calidad de médico, creyó oportuno forcer la consigne [1], como dijo a la princesa María, y entró en las habitaciones del príncipe. Sucedió que aquella mañana el viejo príncipe pasaba por uno de los días de peor humor. Había estado recorriendo sin cesar la casa, regañando a todos y fingiendo no entender lo que le decían o que no lo entendían a él. La princesa María conocía bien aquel estado de acometividad tranquila y gruñona, que solía terminar en un estallido de cólera, y durante toda la mañana se sentía ante la amenaza de un fusil cargado en espera de un disparo inevitable. La mañana, antes de la llegada del médico, había transcurrido normalmente; después de haber introducido al doctor, la princesa se sentó en la sala con un libro, cerca de la puerta, donde podía oír cuanto sucediera en el despacho de su padre.

Al principio no oyó más que la voz de Métivier; después, la de su padre: y por último, las de ambos, hablando a la vez. Se abrió la puerta y en ella apareció el apuesto y asustado Métivier con su negro mechón de pelo y detrás el príncipe, con gorro de dormir y batín, el rostro desfigurado por la ira y los ojos fuera de las órbitas.

—¿No lo comprendes?— gritó el príncipe. —¡Pues yo sí! ¡Un espía francés!, un esclavo de Bonaparte. ¡Un espía! ¡Fuera de mi casa! ¡Fuera!

Y dio un portazo.

Métivier, encogiéndose de hombros, se acercó a mademoiselle Bourienne, que al oír los gritos había acudido desde la habitación vecina.

—El príncipe no está bien. La bile et le transport [2] au cerveau. Tranquillisez-vous, je repasserai demain— dijo, y, llevándose un dedo a los labios, salió presuroso de la estancia.

En el gabinete del príncipe se oían los pasos y los gritos del anciano: "¡Espías! ¡Traidores! ¡En todas partes traidores! ¡Ni en mi casa tengo un momento de tranquilidad!".

Cuando Métivier se hubo ido, el príncipe llamó a su hija y toda la cólera del viejo cayó sobre la princesa. Ella era la culpable de haber dejado entrar a un espía. Él le había dicho que hiciese una lista y que no dejase entrar a los que no estaban en ella. ¿Por qué había permitido entrar a ese miserable? Ella era la causa de todo, con ella era imposible tener un instante de tranquilidad, no podía morir en paz, decía.

—Sí, querida; hay que separarse, separarse, ¡ya lo sabe!, ¡ya lo sabe! No puedo más— y salió de la habitación; y como si temiera que pudiese consolarse de alguna manera, se volvió hacia ella y, tratando de adoptar un continente tranquilo, añadió: —Y no piense que lo he dicho en un instante de cólera; estoy tranquilo, lo he reflexionado bien y así tiene que ser: ¡hay que separarse! ¡Búsquese otro sitio!

Pero no podía dominarse y, con la cólera que sólo existe en el hombre que ama y sufre, gritó levantando los puños:

—¡Y si hubiese, al menos, algún imbécil que se casara con ella!— dio un portazo, llamó a mademoiselle Bourienne y acabó por tranquilizarse.

Guerra Y Paz - León TolstoiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora