Capítulo 17

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Anatole salió de la habitación para volver unos minutos después con un abrigo de piel ceñido por un cordón de plata; llevaba ladeado el gorro de cibelina, que sentaba muy bien a su hermoso rostro. Se miró al espejo y con la misma postura se acercó a Dólojov y tomó un vaso de vino.

—Bueno, Fiódor, adiós, gracias por todo, adiós. Compañeros... amigos...— se detuvo pensativo, — compañeros de mi juventud... adiós— dijo a Makarin y a los otros.

Aunque todos lo acompañaban, Anatole parecía empeñado en dar un tono solemne y conmovedor a las palabras que dirigía a sus compañeros. Hablaba lentamente, en voz alta, sacando el pecho y balanceando una pierna.

—Tomen sus vasos... tú también, Balaga. Ea, compañeros y amigos de mi juventud. Juntos hemos vivido, juntos nos hemos divertido, ¿eh? Ahora, ¿cuándo nos veremos otra vez? Me voy al extranjero. Se acabó lo vivido, muchachos. ¡A su salud! ¡Hurra!— bebió el vino y estrelló el vaso contra el suelo.

—¡A su salud!— dijo Balaga, bebiendo su vaso y secándose los labios con el pañuelo.

Makarin, con lágrimas en los ojos, abrazó a Anatole.

—¡Ah, príncipe! ¡Cómo siento separarme de ti!— dijo.

—¡En marcha, en marcha!— gritó Anatole.

Balaga se dispuso a salir.

—No, espera— dijo Anatole. —Cierra la puerta: tenemos que sentarnos, como es costumbre. Así.

Cerraron la puerta y se sentaron todos.

—¡Bueno, amigos! Y ahora, en marcha— dijo Anatole, levantándose.

Joseph, el lacayo, entregó a Anatole el portapliegos y el sable y todos salieron al pasillo.

—¿Dónde está el abrigo de piel?— preguntó Dólojov. —¡Eh, Ignatka! Ve donde Matriona Matvéievna y dile que te dé el abrigo de cibelina. He oído cómo se rapta— añadió guiñando un ojo. —Saldrá de casa más muerta que viva, con lo que tenga puesto. Si se pierde un solo minuto, vienen las lágrimas... que si papá, que si mamá, se queda helada y se vuelve atrás. Lo que tienes que hacer es envolverla y llevarla de inmediato a la troika.

El criado trajo un abrigo de zorro.

—¡Imbécil! ¡Te he dicho que el de cibelina! ¡Eh, tú, Matriosha, el de cibelina!— gritó con voz tan potente que se lo oyó en las habitaciones más distantes.

Una bella gitana, delgada y pálida, de brillantes ojos negros y cabello rizado con reflejos azulados y un chal rojo sobre los hombros, apareció corriendo con el abrigo de cibelina.

—Tómalo, no me da pena, tómalo— dijo con visibles muestras de timidez ante su señor y de pena por perder el abrigo.

Dólojov, sin contestar, tomó el abrigo, lo echó encima de Matriosha y la envolvió en él.

—¿Ves? Así hay que hacer— dijo; —después, así— y levantó el cuello, no dejando al descubierto más que una pequeña parte del rostro de la gitana. —Y luego así, ¿ves?— y acercó la cabeza de Anatole a la abertura del cuello, por la que se veía el sonriente rostro de Matriosha.

—Bueno, adiós, Matriosha— dijo Anatole dándole un beso. —Se acabaron las bromas. Despídeme de Stiopka. ¡Ea, adiós! ¡Adiós, Matriosha, deséame buena suerte!

—Que Dios te haga muy feliz, príncipe, mucha suerte— dijo Matriosha con su acento zíngaro.

En el porche había dos troikas, que guardaban dos mozos; Balaga se sentó en la primera y alzando los codos arregló las riendas con calma. Anatole y Dólojov se acomodaron con él; Makarin, Jvóstikov y los dos criados se instalaron en la otra.

—¿Estamos?— preguntó Balaga. —¡Adelante, en marcha!— gritó, enrollándose las riendas en la mano.

La troika salió volando hacia el bulevar Nikitski.

—¡Eh, br, br!, ¡eh! ¡Fuera!— gritaban Balaga y el mozo que iba a su lado. Al llegar a la plaza de Arbat, la troika se precipitó sobre un carruaje; se oyó un ruido seco y un grito; pero Balaga siguió calle de Arbat arriba. Dieron dos vueltas por Podnovinski, tras lo cual Balaga moderó la carrera de sus caballos y los frenó en la esquina de Stáraia Koniúshennaia.

El mozo que iba con Balaga saltó para sujetar de la brida a los caballos. Anatole y Dólojov también descendieron. Al llegar a la puerta Dólojov dio un silbido. Respondió otro silbido y a continuación apareció la doncella:

—Entren en el patio; aquí pueden verlos. Ahora saldrá.

Dólojov se quedó junto al portalón; Anatole siguió a la doncella hacia el patio, dio la vuelta a la esquina y subió al porche. Gavrilo, el gigantesco criado de María Dmítrievna, salió a su encuentro.

—Lo espera la señora— dijo en voz baja, cerrándole el paso.

—¿Qué señora? ¿Quién eres tú?— preguntó Anatole con voz sofocada y susurrante.

—Le ruego que me siga; tengo órdenes de hacerlo entrar.

En aquel instante se oyó la voz de Dólojov, que gritaba:

—¡Kuraguin! ¡Atrás! ¡Traición! ¡Atrás!

Dólojov, junto a la cancela, forcejeaba con el portero, que intentaba cerrar la puerta a espaldas de Kuraguin. Haciendo un último esfuerzo, rechazó al portero, y cogiendo por el brazo a Anatole, corrió con él a la troika.

Guerra Y Paz - León TolstoiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora