Capítulo 4

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El viejo conde siempre había mantenido un gran equipo de caza; últimamente había pasado la dirección a su hijo. Aquel 15 de septiembre se había levantado de muy buen humor y se preparó a salir también él.

Una hora después toda la comitiva se encontraba frente al porche de la casa. Nikolái, serio y severo, como demostrando que en aquellos momentos no estaba para bromas, pasó de largo ante Natasha y Petia, que deseaban contarle algo. Inspeccionó todos los preparativos, envió por delante una jauría y un grupo de ojeadores, montó su alazán del Don y silbando a sus perros, salió a través de las eras al campo, en dirección al coto de Otrádnoie. El caballo del viejo conde, un pequeño bayo oscuro de cola y crin blanquecina, Viflianka, iba conducido por su palafrenero, porque el conde se dirigiría en tílburi hasta el puesto asignado.

Iban cincuenta y cuatro perros de rastreo, conducidos por seis monteros; detrás, con los amos, otros ocho monteros y cuarenta galgos, de manera que, contando las jaurías de los amos, salían para cazar unos ciento treinta perros y veinte jinetes.

Cada perro conocía a su dueño y respondía a su nombre. Cada cazador sabía bien su oficio, conocía su puesto y la misión asignada. En cuanto salieron de la finca, sin ruido y sin hablar, todos, con paso uniforme y tranquilo, se extendieron por el camino y los campos que conducían al bosque de Otrádnoie.

Los caballos iban por los campos como sobre una blanda alfombra, chapoteando a veces en los charcos al atravesar un camino. El cielo, encapotado, seguía descendiendo insensiblemente hacia la tierra. El aire tibio era apacible y silencioso. De vez en cuando se oía el silbido de un cazador, el relincho de algún caballo, un trallazo o el gañido de un perro que no iba en su sitio.

Habrían recorrido un kilómetro cuando en dirección a ellos vieron venir a otros cinco jinetes con sus perros. Por delante cabalgaba un hombre entrado en años, guapo, bien conservado, de grandes bigotes blancos.

—¡Buenos días, tío!— saludó Nikolái cuando el viejo se acercó a él.

—¡Claridad y siempre adelante!— respondió el tío recién llegado con su muletilla predilecta. —Bien sabía yo, bien sabía que no resistirías la tentación; y haces bien. Entra en seguida en el coto, porque mi Guirchik me ha dicho que los Ilaguin están en Korniki. Te van a quitar las piezas en tus propias narices.

—Ahí vamos. ¿Juntamos las jaurías?— preguntó Nikolái.

Los galgos fueron reunidos en una sola jauría y Nikolái y su tío siguieron juntos. Natasha, envuelta en chales, brillantes los ojos y un rostro cada vez más animado, se les acercó, acompañada de Petia, del montero Mijailo y un caballerizo que tenía la misión de cuidar de ella. Petia reía por algo, espoleaba y tiraba de las riendas de su caballo. Natasha montaba con seguridad y elegancia su negro Arabchik, y lo detuvo sin esfuerzo, con mano firme.

El tío miró con reprobación a Petia y Natasha. No le gustaban las bromas en una cosa tan seria como la caza.

—¡Buenos días, tío! ¡También vamos nosotros!— gritó Petia.

—Buenos días, buenos días. Pero tened cuidado, no acabéis con los perros— dijo severamente el viejo.—Nikóleñka, ¡qué perro tan encantador es Trunila! Me ha reconocido— exclamó Natasha, refiriéndose al perro predilecto de su hermano.

"Ante todo, Trunila no es un perro, sino un rastreador", pensó Nikolái, y miró severamente a su hermana, tratando de hacerle comprender la diferencia que había entre ellos y la distancia que debía mantener. Natasha lo comprendió.

—Tío, no crea que vamos a molestar— dijo; —nos quedaremos en nuestro puesto y no nos moveremos.

—Y harán muy bien, condesita— contestó el tío, —pero tenga cuidado de no caerse del caballo— añadió, —porque aquí, bien cierto es, no hay donde agarrarse.

Guerra Y Paz - León TolstoiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora