Poco después de las Navidades, Nikolái confesó a su madre su amor por Sonia y su firme propósito de casarse con ella. La condesa, que venía observando las relaciones entre Sonia y su hijo desde hacía tiempo, esperaba esa explicación; escuchó en silencio las palabras de Nikolái y le manifestó que podía casarse con quien quisiera, pero que ni ella ni su padre darían su bendición a semejante matrimonio.
Por primera vez sintió Nikolái que su madre estaba disgustada con él y que no cedería, a pesar de todo su cariño. Fríamente, sin mirar a su hijo, hizo llamar al conde. Cuando él acudió a la llamada, la condesa, que se proponía contarle lo que pasaba, brevemente y con calma, en presencia de Nikolái, no pudo contenerse: rompió a llorar por despecho y salió de la estancia. El viejo conde exhortó blandamente a Nikolái, rogándole que renunciara a su propósito. Nikolái contestó que no podía traicionar la palabra dada, y el padre, suspirando, al parecer confuso, no tardó en dar por acabada la conversación para ir en busca de su esposa. Siempre que el conde tenía una discusión con su hijo se veía dominado por la consciencia de su culpa ante él por la mala administración de sus bienes; no podía, pues, enfadarse con Nikolái por rechazar un partido más rico y casarse con Sonia, que no tenía dote alguna. Eso le recordaba aún más que si su situación económica no fuese tan comprometida, no podría desearse para Nikolái una esposa más digna que Sonia y que él solo era culpable de la ruina, él y su Míteñka con sus incorregibles hábitos.
Los condes no volvieron a hablar de ese matrimonio con su hijo; pero al cabo de unos días la condesa llamó a Sonia y, con una crueldad que ninguna de las dos esperaba, reprochó a la sobrina su ingratitud y el haber atraído a su hijo valiéndose de todos los medios. Sonia escuchó con los ojos bajos las crueles palabras de la condesa, sin comprender qué era lo que se exigía de ella. Estaba dispuesta a sacrificarlo todo por sus bienhechores; la idea del sacrificio era su pensamiento favorito, pero en aquel caso concreto no llegaba a comprender por quién y cómo debía sacrificarse. No podía dejar de amar a la condesa y a toda la familia Rostov, pero le era igualmente imposible dejar de amar a Nikolái, sabiendo que la felicidad de él dependía de ese amor. Permanecía silenciosa y triste, sin contestar nada. Nikolái no pudo soportar por más tiempo aquel estado de cosas y fue a hablar con su madre.
Tan pronto le suplicaba que los perdonara a él y a Sonia y que consintiera en su matrimonio como amenazaba con casarse sin esperar más, secretamente, si se perseguía a la muchacha. La condesa, con una frialdad que su hijo no había visto nunca en ella, respondió que ya era mayor de edad, que el príncipe Andréi se casaba sin el consentimiento de su padre y que él podía hacer otro tanto, pero que ella no reconocería a esa intrigante por hija.
Enfurecido al oír tratar de intrigante a Sonia, Nikolái levantó la voz y dijo a su madre que nunca habría pensado que le forzara a vender su cariño y que, si sucedía así, por última vez decía... Pero no tuvo tiempo de pronunciar la palabra decisiva, que su madre esperaba (a juzgar por su expresión) con verdadero terror y que tal vez habría quedado entre ellos como un cruel recuerdo. No pudo pronunciarla porque Natasha, pálida y grave, entró por la puerta tras la cual había estado escuchando.
—Nikóleñka, no digas tonterías, ¡cállate, cállate! ¡Te digo que te calles!— casi gritaba... para ahogar la voz de su hermano. —¡Mamá, querida... no es así!... Mamita, pobre— cita— dijo a su madre que, sintiéndose al borde de la ruptura, miraba asustada al hijo pero que, por obstinación o excitada por el altercado, no quería ni podía ceder. —Vete, Nikóleñka, yo se lo explicaré; tú vete... Y usted, mamá, querida, escúcheme, deje que le hable.
Sus palabras no tenían sentido, pero obtuvieron el resultado que Natasha apetecía.
La condesa, sollozando, ocultó el rostro en el pecho de su hija. Nikolái se levantó y salió de la habitación llevándose las manos a la cabeza.
Natasha se encargó de la reconciliación y lo hizo de tal manera que la condesa prometió a su hijo no perseguir a Sonia; a su vez, Nikolái aseguró que no haría nada sin que sus padres lo supieran.
Con la firme intención de arreglar sus asuntos en el regimiento, pedir el retiro y volver para casarse con Sonia, Nikolái, triste y grave, en desacuerdo con los suyos pero, según él creía, apasionadamente enamorado, partió para incorporarse al regimiento en los primeros días de enero.
Después de su marcha, la casa de los Rostov quedó más triste que nunca. La condesa, a consecuencia de tantos disgustos, cayó enferma.
Sonia estaba triste por la marcha de Nikolái, y todavía más por la hostilidad que la condesa no podía dejar de manifestarle. El conde estaba más que preocupado por la marcha de sus asuntos, que exigían medidas radicales. Era necesario vender la casa de Moscú y la hacienda vecina a la capital; para hacer todo eso había que ir a Moscú, pero la salud de la condesa los obligaba a retrasar el viaje.
Natasha, que al principio había soportado fácilmente y hasta con alegría la ausencia de su novio, se iba haciendo cada vez más inquieta e impaciente. Pensar que sus mejores días, que había podido dedicar a quererlo, se perdían en vano la atormentaba continuamente. Las cartas del príncipe la irritaban más que otra cosa. Le parecía ofensivo que mientras ella no vivía sino pensando en Bolkonski, él gozara de una vida interesante, visitando países desconocidos y haciendo nuevas amistades. Cuanto más entretenidas eran esas cartas, mayor era su despecho, y contestarlas ya no era ningún placer, sino una obligación falsa y aburrida. No sabía escribir porque no admitía la posibilidad de expresar verazmente en una carta ni una milésima parte de lo que estaba acostumbrada a decir con su voz, su sonrisa y su mirada. Sus cartas eran secas, clásicas, monótonas, a las que no daba importancia alguna, y en los borradores la condesa había de corregir sus faltas de ortografía.
La condesa no se restablecía, pero tampoco era posible demorar por más tiempo el viaje a Moscú. Había que preparar el ajuar, vender la casa y, además, se esperaba en Moscú al príncipe Andréi. Su padre, el príncipe Nikolái Andréievich, vivía allí aquel invierno y Natasha estaba convencida de que su prometido había llegado ya.
La condesa se quedó en el campo y el conde, con Sonia y Natasha, partió para Moscú a últimos de enero.
ESTÁS LEYENDO
Guerra Y Paz - León Tolstoi
ClassicsPrincipios de S. XIX, mientras Napoleón planea como invadir Rusia, Natasha, Pierre, Andréi, María y Nikolái descubrirán que tanto en la vida como en el amor hay tiempos de guerra y de paz.