Capítulo 16

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Hacía tiempo que la música no proporcionaba a Rostov un placer semejante. Pero apenas terminó Natasha su barcarola, recordó de nuevo la realidad. Sin decir nada salió de la sala y se retiró a su habitación. Un cuarto de hora después el viejo conde, alegre y satisfecho, volvía del club. Nikolái, que lo oyó entrar, fue a verlo.

—Qué, ¿te has divertido?— preguntó Iliá Andréievich, sonriendo alegre y orgulloso al ver a su hijo.

Nikolái quiso decir sí, que se había divertido mucho; pero no pudo. A punto estuvo de romper en sollozos. El conde encendía la pipa y no se dio cuenta del estado de su hijo. "¡Oh, es inevitable!", pensó Nikolái, por primera y última vez. Y con el tono más indiferente, que a él mismo le resultó repulsivo, como si pidiera el coche para ir a alguna parte, dijo a su padre:

—Papá, he venido para hablar con usted y casi me olvido. Necesito dinero.

—¿De veras?— dijo el padre, que se hallaba particularmente alegre. —Ya te dije que no tendrías bastante. ¿Necesitas mucho?

—Mucho— dijo Nikolái ruborizándose con una sonrisa estúpida y desenvuelta que, después, durante mucho tiempo, no pudo perdonarse. —He perdido a las cartas algún dinero, es decir, mucho, muchísimo, cuarenta y tres mil rublos.

—¿Cómo? ¿A quién?... ¡Bromeas!— exclamó el conde. Su cuello y la nuca enrojecieron súbitamente, como suele ocurrir con los viejos.

—He prometido pagar mañana— añadió Nikolái.

—¡Ya!...— dijo el conde, abriendo los brazos y dejándose caer sin fuerzas en el diván.

—¡Qué le vamos a hacer! ¡Le puede ocurrir a cualquiera!— dijo Nikolái en tono desenvuelto, mientras en su interior se llamaba vil e infame, diciéndose que por nada del mundo podría perdonarse aquel crimen. Habría querido besar las manos de su padre, pedirle perdón de rodillas, y en vez de eso decía con desparpajo y hasta grosería que a cualquiera le puede ocurrir.

El conde Iliá Andréievich bajó los ojos al oír estas palabras de su hijo y, con prisa, como si buscara algo, dijo:

—Sí, sí, será difícil... me temo que será muy difícil reunir... ese dinero... a cualquiera le puede ocurrir— y, lanzando una furtiva mirada al rostro de su hijo, se dirigió a la puerta...

Nikolái estaba dispuesto a defenderse, esperaba reproches, pero no eso.

—¡Papá! ¡Papá!— gritó sollozando. —¡Perdóneme!

Y asiendo la mano de su padre, cuando él se disponía a salir, la apretó contra sus labios y rompió a llorar.




Mientras el padre hablaba con el hijo, una explicación no menos importante tenía lugar entre madre e hija. Natasha, emocionada, corrió en busca de su madre:

—¡Mamá!... ¡Mamá!... Se me ha...

—¿Qué?

—Declarado... ¡Se me ha declarado!

La condesa no podía creer lo que oía. Denísov se había declarado; pero ¿a quién? ¿A una niña, a Natasha, que hacía poco jugaba con las muñecas y seguía estudiando?

—Basta, Natasha, no digas tonterías— dijo la condesa, esperando que se tratara de una broma.

—Pues no son tonterías. Hablo en serio, mamá— replicó enfadada Natasha. —Vengo a preguntarle qué debo hacer, y usted me dice que son tonterías.

La condesa se encogió de hombros.

—Si es verdad que monsieur Denísov te ha pedido que seas su esposa, dile que es un idiota: eso es todo.

—¡No, no es un idiota!— replicó Natasha, ofendida y grave.

—Entonces, ¿qué quieres? Hoy día todas estan enamoradas... Bueno, si te has enamorado, cásate con él. ¡Ve con Dios!— dijo riendo y enfadada la condesa.

—No, no, mamá; no estoy enamorada de él; no creo estarlo.

—Bueno, ve y díselo.

—Mamá, ¿está usted enfadada? No se enfade, cariño mío, ¿qué culpa tengo yo?

—¿Qué quieres entonces? ¿Que vaya yo y le conteste por ti?— sonrió la condesa.

—No, lo haré yo misma. Sólo quiero que me diga cómo. Para usted todo es fácil— respondió Natasha, sonriendo a su vez. —¡Si viera cómo me lo ha dicho! Ya sé que no quería hacerlo, que lo hizo en contra de su voluntad.

—Pero de todos modos hay que decírselo.

—No, no... ¡Me da tanta lástima! ¡Es tan simpático!

—Entonces, acepta; en efecto, ya es hora de que te cases— dijo enfadada y burlona la condesa.

—Eso no, mamá, pero me da mucha pena. No sé cómo decírselo.

—Tú no tienes nada que decir, le hablaré yo— concluyó la condesa, molesta de que alguien se hubiera atrevido tratar a la pequeña Natasha como a una persona mayor.

—No, de ninguna manera. Se lo diré yo misma, usted escuche detrás de la puerta— y corrió hacia la sala donde, sentado en la misma silla, junto al clavicordio, esperaba Denísov cubierto el rostro con las manos.

Al oír los leves pasos de la muchacha se puso en pie.

—Natasha, mi suerte está en sus manos. Decida— dijo acercándose rápidamente a ella.

—Vasili Dmítrievich, ¡me da usted tanta pena!... Es usted tan bueno... pero eso no, no... lo querré siempre, como lo quiero ahora.

Denísov se inclinó sobre su mano y Natasha oyó un ruido extraño, incomprensible para ella. Besó su cabeza de cabellos negros, enmarañados y rizosos. En aquel instante se oyó el apresurado andar de la condesa y el susurro de su vestido.

—Vasili Dmítrievich, le agradezco el honor— dijo, acercándose a ellos, la condesa con voz confusa, que a Denísov pareció severa, —pero mi hija es muy joven y pensé que usted, siendo amigo de mi hijo, se dirigiría primero a mí; en ese caso, no me habría puesto en el trance de contestarle con una negativa.

—Condesa...— dijo Denísov con los ojos bajos y voz culpable. Quiso añadir algo, pero no lo consiguió.

Natasha no pudo permanecer tranquila al verlo tan abatido. Comenzó a sollozar ruidosamente.

—Condesa, me reconozco culpable— prosiguió Denísov con voz entrecortada. —Pero sepa que adoro tanto a su hija y a toda su familia, que daría dos vidas...— miró a la condesa, y al ver su rostro severo añadió: —Adiós, condesa.

Besó su mano y, sin volverse a Natasha, con pasos rápidos y decididos salió de la estancia.




Al día siguiente Rostov despedía a Denísov, que no quiso detenerse en Moscú ni un día más. Todos los amigos acudieron a despedirlo con una fiesta de zíngaros, y ni se dio cuenta de cómo lo llevaron al trineo y cómo recorrió el camino hasta la tercera posta.

Después de la marcha de Denísov, Rostov permaneció todavía dos semanas en Moscú, esperando el dinero que el viejo conde no pudo reunir antes; no salía de casa y pasaba casi todo el tiempo en la habitación de las jóvenes.

Sonia se mostraba con él más tierna y enamorada que nunca. Parecía querer demostrarle que su desgracia en el juego había sido un acto heroico y que eso aumentaba su amor. Pero ahora Nikolái se juzgaba indigno de ella.

Llenó de versos y notas de música los álbumes de las jóvenes, y sin despedirse de ninguna de sus amistades, una vez que hubo enviado los cuarenta y tres mil rublos a Dólojov y con el recibo en su poder, partió a fines de noviembre para alcanzar su regimiento, que ya estaba en Polonia.

Guerra Y Paz - León TolstoiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora