Capítulo 11

80 3 0
                                    


Pelagueia Danílovna Meliúkova, mujer corpulenta y enérgica, con lentes, envuelta en un amplio chal, estaba en el salón, rodeada de sus hijas, a las que trataba de distraer. Vertían cera fundida y miraban las sombras de las figurillas resultantes, cuando en la antesala se oyó un fuerte rumor de pasos y animadas voces.

Húsares, damas, brujas, payasos y osos, tosiendo y secándose los rostros cubiertos de escarcha en el pasillo, entraron en la sala, donde rápidamente se encendieron más velas. El clown Dimmler y la señora Nikolái iniciaron la danza. Rodeados de las alborozadas niñas, los enmascarados, ocultando el rostro y disimulando la voz, saludaban a la dueña de la casa e iban acomodándose por la sala.

—¡Oh! ¡No es posible reconocelos!... ¡Esta es Natasha! ¡Miren a quién se parece! ¡No sé a quién me recuerda! ¡Y Edvard Kárlich, qué bien está! No lo habría conocido. ¡Y cómo baila! Dios mío, y qué circasiano... ¡Qué bien le sienta a Sóniushka! ¿Y esos otros? ¡Vaya! Han animado esto. ¡Retirad las mesas, Nikita, Vania! ¡Y nosotras que estábamos tan tranquilas!...

—¡Ja, ja, ja!... ¡El húsar! ¡El húsar! ¡Parece un chico, y con esas piernas...! ¡Qué risa!— decían las voces.

Natasha, la predilecta de las jóvenes Meliúkova, desapareció con ellas en habitaciones de la parte trasera, desde donde empezaron a pedir corcho, batas y trajes de hombre, que brazos desnudos tomaban de los criados por la puerta entreabierta. Diez minutos después, las jóvenes Meliúkova se habían unido a los disfrazados.

Pelagueia Danílovna dio órdenes para que despejaran la sala y preparasen comida para señores y sirvientes; sin quitarse los lentes, con una sonrisa contenida, iba entre los disfrazados y los miraba de cerca, sin reconocer a nadie, no ya a los Rostov y a Dimmler, sino a sus propias hijas disfrazadas de hombre con trajes y uniformes de la casa que tampoco reconocía.

—¿Quién es ésta?— preguntó, volviéndose a una institutriz y señalando a una de sus hijas, disfrazada de tártaro de Kazán. —Parece una de los Rostov. Y usted, señor húsar, ¿en qué regimiento sirve?— dijo a Natasha. —Sirva pasteles de fruta al turco; su ley no se lo prohíbe— dijo al encargado del buffet.

A veces, mirando la forma de bailar extraña y cómica de los visitantes, seguros de que nadie los conocía por lo cual no creían necesario guardar tantos miramientos, Pelagueia Danílovna escondía el rostro en su pañuelo y su voluminoso cuerpo se estremecía con una risa bonachona que era incapaz de contener.

—¡Mi Sasha! ¡Es mi Sasha!— decía.

Después de las danzas populares y los corros, Pelagueia Danílovna reunió a todos, señores y criados, en un gran círculo. Pidió un anillo, una cuerda y un rublo y organizó unos juegos.

Una hora después todos los trajes estaban desordenados y arrugados; los bigotes y cejas, pintados con corcho quemado, chorreaban con el sudor de los rostros sofocados y alegres. Pelagueia Danílovna empezó a reconocer a la gente, admirando la perfección de los disfraces, sobre todo de las señoritas, y dando las gracias a todos por haberla divertido tanto. La cena de los señores se sirvió en el comedor y los criados fueron obsequiados en la sala.

Durante la cena, una señorita solterona que vivía en la casa contaba que lo más terrible era tratar de conocer el futuro en el baño de vapor.

—¿Por qué?— preguntó la mayor de las Meliúkova.

—Usted no iría; se necesita ser muy valiente...

—Yo iré— dijo Sonia.

—Cuente lo ocurrido con una señorita— pidió la menor de las Meliúkova.

Guerra Y Paz - León TolstoiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora