Capítulo 2

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A principios del invierno el príncipe Nikolái Andréievich Bolkonski y su hija llegaron a Moscú. Por su pasado, por su inteligencia y originalidad, y debido, sobre todo, a que el entusiasmo por el reinado del emperador Alejandro se había debilitado en aquel entonces, incrementándose el sentimiento antifrancés y patriótico imperante en la sociedad, el príncipe Nikolái Andréievich se convirtió al momento en objeto de un particular respeto por parte de los moscovitas y en el centro de la oposición al gobierno.

El príncipe había envejecido mucho durante ese año. Eran muy evidentes en él las señales de la senilidad: la intempestiva somnolencia, el olvido de acontecimientos recientes y memoria tenaz de los lejanos y la infantil vanidad con que aceptaba la jefatura de la oposición moscovita. Sin embargo, cuando el anciano, especialmente por las tardes, aparecía a la hora del té con su corto abrigo de piel y su peluca empolvada y, provocado por alguien, comenzaba sus relatos sobre el pasado o exponía sus opiniones violentas y duras sobre el presente, excitaba en todos sus visitantes un mismo sentimiento de admiración y respeto. Para quienes visitaban su mansión, aquella casa magnífica con sus grandes espejos y sus muebles de estilo, los criados vestidos de librea y empolvados y, sobre todo, el anciano señor, inteligente y rudo, su dulce hija y la bonita señorita francesa que lo adoraban, constituía un espectáculo grato y majestuoso. Mas los visitantes no pensaban que, además de aquellas dos o tres horas en que veían a los dueños de la casa, había otras veintidós durante las cuales transcurría su vida íntima y secreta.

En los últimos tiempos, en Moscú, esa vida íntima se había hecho muy penosa para la princesa María. Se veía privada en la ciudad de sus dos grandes alegrías: la conversación con los hombres de Dios y la soledad, que tanto la confortaba en Lisie-Gori, sin obtener ninguna ventaja ni alegría de la vida en la capital. No frecuentaban la sociedad; era sabido que su padre no la dejaba salir sin él, y como, a causa de su salud delicada, no podía hacerlo, no se la invitaba ya a veladas ni cenas. La princesa María había abandonado toda esperanza de casarse; no le pasaba por alto la frialdad y hasta la cólera con que el príncipe Nikolái Andréievich recibía y alejaba a los jóvenes que pudieran ser pretendientes y que a veces venían a su casa. No tenía amigas; en aquel viaje a Moscú se había desilusionado de las dos personas que eran las más próximas a ella: mademoiselle Bourienne, con la que ya antes no podía ser franca del todo, le era ahora desagradable y, por ciertas razones, se alejaba cada vez más de ella; Julie, que estaba en Moscú y con la cual había mantenido correspondencia durante cinco años, le resultó completamente ajena cuando tuvo ocasión de tratarla personalmente. Julie, que, tras la muerte de sus hermanos, se había convertido en uno de los partidos más ricos de Moscú, estaba lanzada a la vorágine de los placeres mundanos. Aparecía siempre rodeada de jóvenes que, según pensaba, habían apreciado de pronto todas sus cualidades. Julie había llegado a ese punto de la vida cuando las señoritas de la alta sociedad saben que comienzan a envejecer, que se enfrentan con la última posibilidad de casarse, y que si la suerte no se decide inmediatamente no se decidirá jamás. Cada jueves, la princesa María recordaba con tristeza que ahora no tenía a nadie a quien escribir, porque a Julie, cuya presencia le era ahora tan poco grata, la podía ver cada semana. Como un viejo emigrado que renunció a casarse con la dama a cuyo lado pasara todas las tardes durante varios años, la princesa María sentía que Julie estuviese allí y que no hubiera a nadie a quien escribir. No tenía con quién hablar ni a quién confiar sus penas en Moscú; y las penas habían aumentado mucho últimamente. Se acercaba la fecha del regreso del príncipe Andréi y de su matrimonio, y no sólo no había resuelto la manera de interceder ante su padre sino que cada día le parecía más difícil hacerlo: recordar al príncipe la existencia de la condesa Rostova era lo mismo que encolerizarlo, cuando ya de por sí estaba malhumorado la mayor parte del tiempo. Un nuevo dolor se vino a sumar a las penalidades de la princesa María: las lecciones que daba a su sobrino, entonces de seis años. En sus relaciones con Nikóleñka advertía con horror los mismos impulsos coléricos que su padre. Se repetía una y otra vez que no debía dejarse llevar de la impaciencia al dar clase al sobrino, pero, cada vez que se sentaba con el puntero en la mano para enseñarle el alfabeto francés, sentía tal deseo de comunicar lo más fácil y rápidamente posible sus conocimientos al niño que él comenzaba a sentir miedo de que la tía se enfadase; a la menor distracción suya la princesa María se estremecía, se apresuraba, se encolerizaba, levantaba la voz, lo sacudía a veces del brazo y llegaba a ponerlo en el rincón; después de lo cual, la princesa comenzaba a llorar reconociendo su maldad, la perversidad de su espíritu, y Nikóleñka unía sus lágrimas a las suyas, abandonaba sin permiso el lugar del castigo, se acercaba a la princesa, separaba sus manos del rostro húmedo de lágrimas y la consolaba.

Pero nada resultaba tan penoso para la princesa como la irritabilidad de su padre, dirigida siempre contra ella, y que en los últimos tiempos había llegado a la crueldad. Si la hubiese obligado a hacer genuflexiones toda la noche ante los iconos, si le hubiese pegado u obligado a traer agua y leña, no habría encontrado tan dura su suerte. Pero aquel torturador que la quería, el más cruel, porque la amaba y sufría al hacerla sufrir, sabía herirla y humillarla, y también convencerla de que era ella siempre la culpable de todo. En los últimos tiempos, un nuevo hecho atormentaba más que todo a la princesa: la intimidad creciente entre su padre y mademoiselle Bourienne. La burla lanzada por el príncipe al conocer las intenciones de su hijo de que si éste se casaba él se casaría también con mademoiselle Bourienne parecía haberle agradado, y en los últimos tiempos, con obstinación especial (a la princesa le parecía que sólo para ofenderla), se mostraba muy cariñoso con mademoiselle Bourienne y su descontento con la hija se volvía muestras de amor hacia la francesa.

Un día, en Moscú, en presencia de la princesa María (a quien le pareció que lo hacía a propósito), el viejo príncipe besó la mano de mademoiselle Bourienne y, atrayéndola hacia sí, la abrazó y acarició. La princesa María, ruborizada, salió corriendo de la sala. Unos minutos después, la francesa entraba en la habitación de la princesa María y empezó a contar algo con su voz agradable, su sonrisa y alegría de siempre. La princesa María, enjugándose rápidamente las lágrimas, avanzó con paso resuelto hacia mademoiselle Bourienne y, sin darse cuenta de lo que hacía, con el ímpetu de la cólera y la voz muy alterada, gritó a la francesa:

—Es bajo, innoble e inhumano aprovecharse de la debilidad...— pero no terminó. —¡Salga de mi habitación!— gritó, y rompió en sollozos.

Al día siguiente el príncipe no dijo nada a su hija, pero ésta notó que, en el almuerzo, había ordenado que sirvieran a mademoiselle Bourienne la primera. Al terminar la comida, cuando el mayordomo, según la costumbre de antes, se dispuso a servir el café empezando por la princesa, el príncipe se encolerizó, tiró con rabia su bastón contra Filip y ordenó que lo alistaran como soldado.

—¡No me hace caso nadie!... Lo he repetido dos veces... ¡Es la primera persona de esta casa! ¡Mi mejor amiga!— gritó el anciano. —Y si vuelves a permitirte lo de ayer una sola vez...— gritó encolerizado a su hija, —si pierdes la compostura delante de ella, yo te demostraré quién es el amo en esta casa. ¡Vete! ¡No quiero verte! ¡Pídele perdón!

La princesa María pidió perdón a mademoiselle Bourienne y al padre, para sí y Filip, el mayordomo que suplicaba su intercesión.

En semejantes ocasiones, un sentimiento parecido al orgullo del sacrificio surgía en el alma de la princesa María. Pero si en aquellos momentos su padre, al que ella criticaba, empezaba a buscar sus lentes a tientas, sin verla, o bien olvidaba lo que acababa de suceder; o bien las débiles piernas del anciano daban un paso en falso y se volvía, para ver si alguien había advertido su debilidad; o durante la comida, si no había comensales que lo entretuvieran con sus discusiones, se quedaba amodorrado, dejaba caer la servilleta e inclinaba la cabeza temblorosa sobre el plato. Y entonces la princesa María pensaba: "Es viejo y débil, ¡y yo me atrevo a criticar su conducta!", y sentía desprecio por sí misma.

Guerra Y Paz - León TolstoiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora