Capítulo 16

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Cuando recibió la noticia de la enfermedad de Natasha, la condesa Rostova, que aún se sentía débil y no repuesta del todo, se trasladó a la capital con Petia y toda la servidumbre. La familia Rostov abandonó la casa de María Dmítrievna para instalarse en su propia vivienda de Moscú.

Por suerte para Natasha y los suyos, la enfermedad era tan grave que había hecho olvidar los motivos de la misma: su conducta y la ruptura con el príncipe Andréi. Estaba tan enferma que nadie pensaba en la culpa que ella pudiera tener en lo sucedido. No comía ni dormía; tosía y adelgazaba a ojos vista; los médicos daban a entender que estaba en peligro. Todos se ocupaban de cuidarla: los doctores la visitaban por separado y en consulta, hablaban mucho en alemán, en francés y en latín, se criticaban unos a otros y recetaban los remedios más diversos contra todas las enfermedades que conocían. Pero a ninguno de ellos se le ocurrió la simple idea de que el mal de Natasha era tan desconocido como lo son todas las enfermedades humanas, ya que cada ser vivo posee sus peculiaridades y padece una enfermedad nueva y compleja que la medicina desconoce. No se trata de enfermedades pulmonares, del hígado, de la piel, del corazón y los nervios, clasificadas por la medicina, sino de una dolencia en la que se combinan numerosas afecciones de esos órganos. Una idea tan simple no se les ocurría a los médicos (lo mismo que a un brujo no se le ocurre pensar que no puede embrujar), porque su razón de vida es curar, porque cobran por hacerlo y porque para llegar a ser lo que son han invertido los mejores años de su vida. Pero la razón principal, que no se les habría ocurrido, era que se sentían útiles. Efectivamente, los médicos eran útiles para toda la familia Rostov. Y no porque la obligaran a tragar píldoras, en su mayor parte nocivas (aunque, como se administraba en dosis pequeñas, el perjuicio no se dejaba sentir mucho), sino porque así satisfacían una gran necesidad moral de la enferma y de cuantos la querían (tal es la causa de que existan y hayan existido siempre brujos, homeópatas y curanderos). Respondían a la eterna necesidad que tienen los hombres de una esperanza de mejoría o de tener, cuando se sufre, a alguien que los compadezca y ayude, que aparece ya en el niño cuando se frota el sitio que le duele. El niño que se hace daño se arroja en brazos de su madre o de su niñera para que lo besen y acaricien el sitio dolorido, y se siente aliviado cuando lo hacen. No puede creer que personas mucho más fuertes y sabias que él carezcan de recursos para remediar su dolor. La esperanza de hallar un alivio y la cariñosa solicitud de la madre lo consuelan. Para Natasha los médicos eran útiles porque se ocupaban de su mal, y afirmaban que no tardaría en curar si el cochero iba a la farmacia de la calle de Arbat y compraba píldoras y sellos en una preciosa cajita por valor de un rublo y setenta kopeks, y si la enferma tomaba aquellos medicamentos cada dos horas justas con agua hervida. ¿Qué habrían hecho Sonia, el conde y la condesa? ¿Cómo habrían podido estar sin hacer nada, sin aquella obligación de administrar cada dos horas las píldoras a la enferma, sin las bebidas templadas, las croquetas de pollo y demás cuidados prescritos por los médicos cuya fiel observancia ocupa y anima a cuantos rodean al enfermo? ¿Cómo habría podido soportar el conde la enfermedad de su amada hija si no hubiera sabido que esa enfermedad le costaba miles de rublos y que estaba dispuesto a gastar otro tanto para aliviarla; si no se hubiera repetido que, en caso de persistir la enfermedad, llevaría a Natasha al extranjero y celebraría consultas sin reparar en gastos, y si no hubiera podido contar con detalle que Métivier y Feller se habían equivocado, que Frise había comprendido mejor la enfermedad de su hija y Múdrov mejor aún? ¿Qué habría hecho la condesa de no tener la oportunidad de enfadarse a veces con Natasha porque no cumplía rigurosamente las prescripciones médicas?

—Así no sanarás nunca— decía la madre, contrariada, olvidando su dolor, —si no obedeces al doctor y no tomas lo que te manda a su debido tiempo. No hay que andarse con bromas, así puedes tener una neumonía.

Y al pronunciar esa palabra, incomprensible para ella y los demás, sentía un verdadero consuelo.

¿Y qué habría hecho Sonia sin la alegre conciencia de haber estado tres noches sin desnudarse, al principio de la enfermedad de su amiga, para encontrarse dispuesta a cumplir cualquier orden del médico, y aun sin dormir de noche para que no se le pasara la hora de dar a Natasha aquellas píldoras inofensivas guardadas en una cajita dorada? Hasta la propia Natasha, quien solía decir que nada la curaría y que todo era inútil, se hallaba contenta viéndose objeto de tantos sacrificios y teniendo que tomar las medicinas a horas determinadas. Hasta le producía especial contento poder demostrar, al no cumplir las prescripciones, que no creía en su curación y no apreciaba la vida.

El médico iba todos los días, le tomaba el pulso, examinaba la lengua y, sin hacer caso de su abatimiento, gastaba bromas. Pero cuando salía a la habitación contigua y la condesa corría a su encuentro, ponía cara seria y, moviendo pensativo la cabeza, aseguraba que, a pesar del peligro, confiaba en la medicina recetada últimamente y había que esperar para ver sus efectos. La enfermedad era más bien moral, pero...

Procurando disimular ante sí misma y ante el doctor, la condesa le ponía en la mano una moneda de oro y, con el corazón más tranquilo, volvía junto al lecho de su hija.

La enfermedad de Natasha se manifestaba en que comía y dormía poco, en la tos y la apatía. Los médicos repetían que no podía dejarse a la enferma sin cuidados médicos, y por ello la retuvieron en el ambiente sofocante de la ciudad. En el verano de 1812, los Rostov tampoco fueron al campo.

A pesar de la gran cantidad de píldoras, gotas y sellos contenidos en cajitas y frascos (de los que Mme Schoss, muy aficionada a todo ello, hizo una verdadera colección) y a pesar de carecer de la vida a que estaba habituada en el campo, la juventud de Natasha se impuso: se fue cubriendo de impresiones de la vida pasada, dejó de atormentarse, se iba convirtiendo en algo ya pasado. Natasha comenzó a reponerse físicamente.

Guerra Y Paz - León TolstoiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora