Capítulo 20

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Todos los domingos, como siempre, comían en casa de los Rostov algunos amigos. Pierre llegó antes con objeto de encontrarlos solos.

Aquel año había engordado tanto que habría parecido deforme de no ser por su estatura, sus grandes brazos y su enorme fuerza, que le permitía soportar fácilmente la obesidad.

Subió las escaleras resoplando y murmurando algo entre dientes. El cochero no preguntó si tenía que esperar; sabía que cuando el conde iba a esa casa no se marchaba antes de medianoche. Los criados se apresuraron a quitarle la capa y recoger el sombrero y el bastón, que, por costumbre adquirida en el Club, solía dejar en el vestíbulo.

La primera persona que vio fue Natasha. Ya antes de verla, mientras se quitaba la capa, oyó su voz:  estaba haciendo ejercicios de solfeo en la sala. Pierre sabía que después de su enfermedad no había vuelto a cantar y por este motivo se sorprendió y alegró al oír su voz. Abrió la puerta sin hacer ruido y vio a Natasha con el vestido de color lila que había llevado a la iglesia; se paseaba por la habitación, sin dejar de cantar. Estaba de espaldas a la puerta pero, al volverse y ver el rostro asombrado de Pierre, se ruborizó y se acercó a él rápidamente.

—Quiero volver a cantar— dijo como disculpándose. —Después de todo, es una ocupación.

—¡Hace muy bien!

—¡Cuánto me alegro de que haya venido! ¡Me siento hoy tan feliz!— exclamó Natasha con una animación que Pierre hacía tiempo no veía en ella. —¿Sabe usted que han concedido a Nikolái la cruz de San Jorge? ¡Estoy tan orgullosa de él!

—¡Ya lo creo que lo sé! Yo mismo envié aquí el orden del día. Bueno, no quiero molestarla— dijo, e intentó pasar al salón, pero Natasha lo detuvo.

—Conde, ¿hago mal en cantar?— preguntó enrojeciendo, aunque sin apartar de él sus ojos interrogadores.

—¡Oh, no! ¿Por qué iba a hacer mal? Al contrario... ¿Por qué me lo pregunta?

—Ni yo misma lo sé— respondió Natasha apresurándose, —pero no querría hacer nada que no le agradase. ¡Tengo tanta confianza en usted! No sabe cómo me importa su opinión en todo y lo mucho que me ayudó— seguía hablando precipitadamente sin reparar en la turbación de Pierre, que iba enrojeciendo. —He visto en ese mismo orden del día que él... Bolkonski (pronunció este nombre a media voz, sin detenerse) está en Rusia y ha vuelto al servicio. ¿Cree usted que podrá perdonarme algún día? ¿Que no me guarda rencor? ¿Qué piensa usted?— hablaba de prisa, como si temiera perder sus fuerzas.

—Creo...— dijo Pierre —que no tiene nada que perdonar... Si yo estuviera en su lugar... 

Por una asociación de ideas, Pierre se trasladó momentáneamente al día en que, consolando a Natasha, le había dicho que si él no fuera él, sino el hombre más atractivo del mundo y estuviese libre, habría pedido de rodillas su mano. Ahora, aquel mismo sentimiento de amor, piedad y ternura se apoderó de él; idénticas palabras asomaban a sus labios. Pero ella no le dio tiempo a expresarse.

—Sí, usted... usted...— dijo, pronunciando con entusiasmo la palabra usted —es otra cosa; no conozco a nadie mejor que usted, más generoso y magnánimo... No puede haberlo. Si no lo hubiese tenido entonces, y aun ahora, no sé qué habría hecho, porque...

Los ojos se le llenaron de lágrimas; volvió la cabeza, levantó el cuaderno de música y reanudó el canto y los paseos por la estancia.

En aquel momento entró corriendo Petia. Era ahora un espléndido y guapo muchacho de quince años, de gruesos labios rojos, que se parecía a Natasha. Se preparaba para ingresar en la Universidad, pero últimamente, a escondidas, él y su compañero Obolenski habían decidido ingresar en los húsares.

Guerra Y Paz - León TolstoiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora