Capítulo 13

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Rostov con su pelotón pasó aquella noche en las avanzadas de flanco, por delante del destacamento de Bagration. Sus húsares estaban repartidos en parejas y él recorría esa línea, tratando de vencer el sueño que lo dominaba. Detrás se veía un gran espacio cubierto por las hogueras del ejército ruso, que ardían con confuso resplandor entre la niebla. Delante se extendía la negrura de la noche. Por mucho que Rostov se esforzara por distinguir algo en la lejanía, no veía nada. Algunas veces le parecía divisar, en los lugares que debía ocupar el enemigo, ya una claridad gris, ya algún bulto negro o bien la luz de las hogueras; a veces sospechaba que todo era pura ilusión de su vista. Se le cerraban los ojos y en su imaginación se sucedían las figuras del Emperador y Denísov o los recuerdos de Moscú; presuroso volvía a abrirlos y veía muy cerca de sí la cabeza y las orejas del caballo que montaba, o las negras siluetas de los húsares que surgían apenas a seis pasos, y, más allá, la misma oscuridad y la niebla de antes. "¿Por qué no? —pensaba—. Puede ocurrir muy bien que el Emperador me encuentre y me dé una orden, como podría dársela a cualquier otro oficial, y me diga: «Ve y entérate de lo que ocurre allí». Se cuentan muchos casos de que por puro azar conoce a un oficial y luego lo pone a su servicio. ¡Si a mí me ocurriera lo mismo! ¡Oh, cómo lo protegería, cómo le diría toda la verdad, cómo denunciaría a quienes lo engañan!" Y Rostov, para representarse más a lo vivo su lealtad y devoción al Emperador, se imaginaba algún enemigo, o un alemán traidor a quien no sólo mataría gustosamente, sino al que abofetearía ante los ojos del Emperador. De pronto lo despertó un grito lejano. Se estremeció y abrió los ojos.

"¿Dónde estoy? ¡Ah, sí, en las avanzadas! La consigna es «timón, Olmütz». Lástima que nuestro escuadrón esté mañana de reserva... —pensó—. Pediré que me manden a la línea de fuego. Tal vez sea la única ocasión de ver al Emperador. Sí, ya queda poco para el relevo. Haré otra ronda y en cuanto vuelva iré a pedírselo al general." Se enderezó en la silla y aguijoneó al caballo para inspeccionar una vez más a sus húsares. Le pareció que clareaba. A la izquierda se veía una suave pendiente débilmente iluminada y, enfrente, una colina muy oscura que parecía tan abrupta como un muro. Sobre la colina había una mancha blanca que a Rostov le pareció inexplicable. ¿Era un claro del bosque iluminado por la luna o restos de nieve o un grupo de casas blancas? Hasta se le figuró que algo se movía por aquella mancha blanca. "Sí, debe de ser nieve —pensó Rostov—; una mancha; una mancha, une tache. O acaso no es une tache... Natasha, mi hermana, ojos negros... Na... tasha (¡cómo te asombrará saber que he visto al Emperador!). Na... tasha..."

—A la derecha, Excelencia, aquí hay unos arbustos— exclamó el húsar ante el cual pasaba Rostov adormecido.

Rostov alzó la cabeza, inclinada ya hasta las crines del caballo, y se detuvo cerca del húsar. Un sueño casi infantil se adueñaba de él de manera invencible. "¿En qué pensaba? No debo olvidarme... ¿Cómo hablaré al Emperador? No, eso no. Mañana. Sí, sí, Natasha... Nos van a atacar. ¿A quién? A los húsares. Los húsares... los bigotes. Aquel húsar de grandes bigotes que pasaba por la calle Tverskaia... Pensaba en él viéndolo ante la casa de Gúriev... El viejo Gúriev... ¡Oh, qué buen muchacho es Denísov!... Pero todo esto son pequeñeces. Lo importante es que ahora el Emperador está aquí. ¡Cómo me miró! Quiso decir algo, pero no se atrevió... Pero no, fui yo quien no me atreví. Sí, son pequeñeces. Lo importante es no olvidar lo que pensaba. Sí, sí..., está bien." Y de nuevo se le caía la cabeza hacia el cuello del caballo. De pronto le pareció que disparaban contra él.

—¿Qué? ¿Qué pasa?... ¿Quién tira?— exclamó despertando. —¡Al ataque!

Tan pronto como abrió los ojos oyó delante de sí, hacia donde estaba el enemigo, gritos prolongados de miles de voces. Su caballo y el del húsar que iba a su lado irguieron las orejas. Allí donde se oían los gritos apareció y se apagó una luz, y la siguió otra a lo largo de toda la colina; en las líneas francesas surgían aquellas luces, mientras aumentaba la gritería. Rostov oía algunas palabras francesas, pero no podía entenderlas. Eran demasiadas voces. Sólo se oían gritos y ruidos inarticulados, como ¡Aaaa!... ¡Rrrr!

Guerra Y Paz - León TolstoiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora