Poco después, no fue el rector quien vino en busca de Pierre a la habitación, sino el garante Villarski, a quien reconoció por la voz. A las nuevas preguntas que le hizo sobre la firmeza de sus intenciones, Pierre contestó: "Sí, estoy de acuerdo".
Y con sonrisa radiante e infantil, el carnoso pecho descubierto y un pie descalzo, avanzó con paso desigual, inseguro, mientras Villarski lo tocaba con una espada en el pecho desnudo. Desde la habitación, ya avanzando, ya retrocediendo por diversos pasillos, fue conducido hasta la puerta de la logia. Villarski tosió y alguien contestó con varios golpes de martillo masónico. La puerta se abrió ante los dos hombres. Una voz profunda (los ojos de Pierre estaban aún vendados) volvió a hacerle muchas preguntas sobre quién era, dónde y cuándo había nacido, etcétera. Lo hicieron andar de nuevo, sin librarle los ojos de la venda, y, siempre caminando, le hablaron, utilizando alegorías sobre las dificultades de su viaje, la santa amistad y el eterno Arquitecto del Universo y el valor con que debía soportar los trabajos y peligros. Durante este último viaje Pierre se dio cuenta de que lo llamaban el que busca, o bien el que sufre o el que exige, y a cada paso golpeaban de diversa manera con martillos y con espadas. Una vez, mientras lo conducían hacia un objeto, Pierre observó en sus guías cierta vacilación. Oyó que las personas que lo rodeaban discutían en voz baja y una de ellas insistía en que él pasara sobre cierta alfombra. Después tomaron su mano derecha, que apoyaron sobre ese objeto, y le ordenaron que llevara la otra mano a la parte izquierda del pecho, sujetando un compás, y pronunciara el juramento de fidelidad a las leyes de la orden, repitiendo las palabras que otro leía. Después apagaron las velas, encendieron alcohol (Pierre lo reconoció por el olor) y le advirtieron que vería una pequeña luz.
Le quitaron el pañuelo de los ojos y Pierre, con una luz indecisa, vio, como en un sueño, a varias personas que llevaban el mismo mandil que el rector; estaban enfrente de él y tendían sus espadas hacia su pecho. Entre aquellos hombres había uno de pie con la camisa ensangrentada; al verlo, Pierre avanzó, deseando que las espadas lo hirieran; pero las espadas se apartaron de él. Volvieron a vendarle los ojos y una voz dijo:
—Has visto la pequeña luz.
Encendieron de nuevo las velas y alguien dijo a Pierre que debía ver la luz plena. Una vez más le quitaron la venda y, al mismo tiempo, más de diez voces dijeron: Sic transit gloria mundi. Pierre, recobrándose poco a poco, observó la habitación donde se encontraba y a los hombres que se hallaban en ella. En torno a una larga mesa cubierta de negro había sentadas como doce personas, con los mismos mandiles blancos. Pierre reconoció a algunos, que pertenecían a la alta sociedad de San Petersburgo. Ocupaba la presidencia un joven desconocido, que llevaba al cuello una cruz especial. A su derecha estaba el abate italiano a quien Pierre había conocido hacía dos años en casa de Anna Pávlovna; vio también a un importante dignatario y al preceptor suizo que antes había vivido con los Kuraguin. Todos guardaban un silencio solemne y escuchaban las palabras del presidente, que sostenía en sus manos un martillo. En el muro de enfrente estaba encajada una estrella flameante. A un extremo de la mesa había un pequeño tapiz con diversos dibujos y, en el otro, algo que parecía un altar con el Evangelio y la calavera; en derredor, siete grandes candelabros como los de las iglesias. Dos hermanos condujeron a Pierre hasta el altar y, poniéndole los pies en escuadra, le ordenaron que se echara al suelo y le explicaron que se prosternaba ante las puertas del templo.
—Antes debe recibir la paleta— susurró uno de los hermanos.
—¡Ah, no, déjelo, por favor!— dijo otro.
Pierre, con sus ojos miopes y desorientados, miró en derredor, sin obedecer. Una duda lo asaltó de repente: "¿Dónde estoy? ¿Qué hago? ¿No estarán burlándose de mí? ¿No me avergonzaré algún día al recordar todo esto?" Pero esa vacilación sólo duró un instante. Pierre se fijó en los graves rostros de los hombres que lo rodeaban, recordó lo que había dejado atrás y comprendió que no podía detenerse a medio camino. Horrorizado de su duda, intentando provocar de nuevo en sí el fervor, se prosternó a la entrada del templo. Y una emoción, más fuerte aún que antes, se apoderó de él.
Permaneció cierto tiempo en aquella posición y le ordenaron que se levantara; le colocaron el mandil de cuero blanco, igual que el de los otros, y le pusieron en la mano la paleta y tres pares de guantes, y entonces el gran maestro se dirigió a él. Le dijo que debía hacer todos los esfuerzos posibles para no manchar la blancura de ese mandil, símbolo de la firmeza y la virtud; en cuanto a la enigmática paleta, le explicó que era su deber trabajar con ella para purificar su corazón de los vicios y aplacar pacientemente el corazón del prójimo. Después, refiriéndose al primer par de guantes masculinos, le dijo que no podía conocer su significado, pero que debía conservarlos; el segundo par de guantes, también masculinos, era para que los llevara a las asambleas, y del tercero (que eran guantes de mujer) dijo:
—Querido hermano, estos guantes son también para usted; los dará a la mujer que más estime; con ellos convencerá de la pureza de su corazón a la mujer que escoja como digna masona— y tras una breve pausa, agregó: —Pero cuide, querido hermano, que estos guantes no adornen jamás unas manos impuras.
Mientras el gran maestro pronunciaba estas últimas palabras, a Pierre le pareció que el presidente se turbaba. Pierre se turbó aún más y enrojeció hasta el punto de llorar, como suelen enrojecer los niños; miró en derredor con inquietud y se produjo un silencio embarazoso.
El silencio fue roto por uno de los hermanos, que, llevando a Pierre hacia el tapiz, comenzó a leerle en un cuaderno la explicación de las figuras allí representadas: el sol, la luna, el martillo, la plomada, la paleta, la piedra labrada y sin labrar, la columna, las tres ventanas, etcétera. Después señalaron a Pierre su puesto, le dieron a conocer las señales de la logia y la contraseña y, por último, le permitieron tomar asiento. El gran maestro empezó entonces a leer los estatutos. Eran muy largos, y Pierre, embargado por el júbilo, la emoción y la vergüenza, no conseguía comprender lo que leían. Sólo retuvo las últimas palabras.
"En nuestros templos no conocemos otros grados —leía el gran maestro— a excepción de los que hay entre el vicio y la virtud. No hagas diferencias que puedan alterar la igualdad. Vuela en auxilio del hermano, quienquiera que sea; instruye al que se equivoca, levanta al caído, no alimentes nunca sentimientos de cólera o de odio contra tu hermano. Sé benévolo y afable. Despierta en todos los corazones el fuego de la virtud, comparte tu felicidad con el prójimo y que la envidia no turbe nunca esta dicha tan pura.
"Perdona a tu enemigo, no te vengues sino haciéndole bien. Si cumples así la ley suprema, encontrarás el camino de la antigua grandeza que tú has perdido", terminó, y, levantándose, abrazó y besó a Pierre.
Pierre, con lágrimas de alegría en los ojos, miraba en derredor, sin saber qué responder a las felicitaciones y a las muestras de amistad de la gente que lo rodeaba. No quería ver en nadie a conocidos de antes; ahora, en todos esos hombres no veía más que a hermanos y ardía en deseos de compartir su trabajo.
El gran maestro dio un golpe con el martillo. Todos se sentaron en sus puestos y uno leyó una plática sobre la necesidad de ser humildes.
El gran maestro propuso que se cumpliera el último deber, y el dignatario importante, que ostentaba el cargo de limosnero, dio la vuelta a la asamblea con una hoja. Pierre habría querido suscribirse con cuanto dinero tenía, pero tuvo miedo de que fuera una señal de orgullo y se limitó a poner la misma suma que los demás.
La sesión había terminado. Cuando Pierre volvió a su casa, le pareció regresar de un largo viaje de decenas de años, durante el cual había cambiado por completo y perdido las viejas costumbres y hábitos de su vida.
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Guerra Y Paz - León Tolstoi
ClassicsPrincipios de S. XIX, mientras Napoleón planea como invadir Rusia, Natasha, Pierre, Andréi, María y Nikolái descubrirán que tanto en la vida como en el amor hay tiempos de guerra y de paz.