¿Os he hablado alguna vez de la felicidad? Recuerdo que antes de conocerla pensaba que la felicidad era algo y no alguien –y que equivocado estaba–. Tal y como yo recuerdo a la felicidad —antes de que me soltase de la mano para no volver más– era algo así a una chica de pelo castaño y largo, tan largo que le llegaba a la cintura. Siempre lo llevaba suelto y a veces decía que sus peleas más duras eran tratando de alisar alguno de sus rizos cada mañana. Solía dormir en bragas y con alguna camiseta mía que me cogía prestada, no le gustaba mucho el café por las mañanas y solía retrasar unas tres veces la alarma del móvil antes de darse por vencida y levantarse. Siempre trataba de vestir conjuntada, aunque en el fondo sabía que con cualquier cosa que encontrase por el armario estaría guapa. Casi nunca se maquillaba, quizás por tiempo o por ganas, solo sé que no le hacía falta para que me pareciese preciosa. Mediría poco más de un metro y medio, –y ni preguntéis como en tan poco cabía tanta magia porque yo tampoco lo sé–, por eso en vez de pedirme un beso siempre trataba de ponerse de puntillas para robarme uno. Tenía unos ojos achinados y marrones que te invitaban a morirte de amor cada vez que los mirabas después de un beso, una sonrisa que muy pocos habían visto —y que aún menos se habían merecido–, y un par de lunares por su espalda por los que todavía nadie se había atrevido a dar pasos de astronauta. Con ella de la mano todos los lunes parecían viernes, y era tanta la magia que desprendía casi sin querer que era capaz de ponerme el mundo en modo avión como si de un teléfono se tratase con tal solo hablarme de cualquier cosa. Ella era algo así como el amor de mi vida, mi alma gemela, tal vez mi media naranja, esa persona en la que piensas antes de dormir cada noche, o esa otra con la que te quieres llenar de arrugas con el tiempo, como lo queráis nombrar. A mí simplemente me gusta llamarla “felicidad", que es lo que no he vuelto a sentir de la misma manera desde que ella ya no está.