Lo primero que hago al despertar sigue siendo pensar en ti. En todo lo que añoro que mis sábanas ya no huelan a ti, en el hueco que has dejado en el lado izquierdo de esta cama, en todas las fotos que ya no nos haremos, en aquellas que encierro en ese cajón de mi escritorio. El mismo que ya nunca abro, el que guarda todas las cartas que me escribiste y que no tuve el valor de tirar. Y no, no abro ese cajón porque duela, sino porque me sé de memoria cada fotografía y cada palabra que me dedicaste. Llevo tatuado en mis pupilas cada pequeño gesto que me regalaste, cada sonrisa de complicidad. Y no, no puedo evitar querer seguir tus pasos en busca de una señal que me diga que todavía me quieres, de una señal que no llega, de un último beso sin ese sabor amargo a despedida. Me da miedo que me olvides, que todo lo que fuimos se pierda, que el tiempo me borre de tu memoria y de tu corazón, de que entierres mi recuerdo debajo del de otro chico al que intentes amar como me amaste a mi. Me da miedo que me sustituyas. Porque yo no he podido hacerlo contigo. He querido a chicas que se parecían a ti, que tenían unos ojos casi con el mismo brillo que los tuyos, una risa muy parecida a la tuya, incluso tenían manías similares a las que recuerdo que tu tenías. Si hasta querían un poquito odiando, tal y como tu también me querías. Y no, ninguna fue capaz de ocupar tu lugar, o de hacer que dejará de pensar en ti. Sencillamente ninguna fue como tu. Inconscientemente pedí a otras que fuesen como tu, que me hicieran sentir como tu lograste. Todas fracasaron. Y yo junto a ellas. Si ya no se ni lo que digo. Ni te imaginas lo jodido que es amarte en otro cuerpo y saber que ya nunca te besaré de nuevo. Que perdí todas las excusas que tenía para volver contigo, que te perdí a ti, y que desde entonces no me encuentro.