Capítulo 57

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MICHELLE

El Príncipe murmura frases en un idioma que desconozco, hace señas muy raras con la mano libre. A pesar que mi berrinche ha cesado, su mano aún permanece sobre mi frente, está más relajada, simplemente posada en mi piel.

Meneo la cabeza para sacarme su mano de encima. Él no hace ni el mínimo intento por retenerme; rápidamente quedo liberada y echando humo por mis fosas nasales.

¡¿Cómo tiene el atrevimiento de seguir utilizando este bozal conmigo?!

¡Su inservible magia solo sirve para trucos baratos como este!

¡Estoy que lo mato!

El reflejo del sol rebota en la oscuridad de la cueva, da la sensación de que un espejo se encuentra allí. Me restriego los ojos para ver mejor y descubro una fina capa transparente que imposibilita la entrada, está va adquiriendo un tono azulado que resplandece hasta dejarme ciega. El destello me fuerza a cerrar los ojos y protegérmelos con el antebrazo hasta que la luminosidad llega a su punto más alto y explota en diminutos cristales brillantes.

Bajo los codos y mis ojos vuelven a abrirse. La fina capa que apenas se notaba debido a los rayos del sol se ha desvanecido; a su vez, El Príncipe ha detenido su lengua y sus manos ya no hacen gestos extraños.

Todo indica que la cueva tenía un hechizo de protección.

De la mano del Príncipe se va desprendiendo un símbolo dorado que jamás le había visto. Parece hecho con magia. Con suma lentitud, los trozos se van disipando en su piel. Alcanzo a ver una parte, de inmediato me doy cuenta que es el mismo símbolo grabado en la estatua; entonces, el recuerdo llega a mí súbitamente, la mente se me aclara y me reproduce el lugar donde vi aquella insignia: el palacio Real.

En los portones, banderas, viviendas e incluso en productos de consumo diario.

Es la insignia de Ishrán o mejor dicho de la Familia Real.

Esta se manifiesta en el cuerpo del Príncipe igual que el tatuaje de Sortelha que apareció en mi muñeca. De pronto, siento arder el final de mi brazo; me rasco frenéticamente y al correr la manga solo se ve las líneas rojas provocadas por mis uñas. No hay rastro del tatuaje, aquel que fue tapado con magia. Doy gracias por ello, de no ser así, mi identidad habría sido descubierta en Vermont y no hubiera durado ni un minuto haciéndoles creer que era un chico.

Parece que no soy la única que arrastra una insignia en su piel, una insignia que pesa demasiado.

Hago ruidos extraños y señalo el taparrabo en mi boca. Él me observa con desconfianza, percibo sus pocas ganas de quitármelo. Al final accede y soy liberada de mi mudez.

La mirada que le doy es la más despectiva que tengo en mi repertorio de miradas hirientes. Si tuviera vista láser lo desintegraría vivo y dejaría que se fuera derritiendo lentamente. Tal vez yo no tenga los ojos carmesí como él cuando se enfada; pero tengo mi rostro de desprecio que le gana por mucho.

Termino mi acto de menosprecio y le quito el rostro. No gastaré saliva peleando por un tema recurrente.

Su majestad permanece unos segundos mirándome sin decirme nada, al igual que yo, reprime las ganas de discutir. Con paso seguro se introduce en la cueva sagrada, de su mano hace aparecer una pequeña llama que aviva nuestro alrededor. La luz natural que pega en la entrada se va atenuando hasta que alcanza su límite, dejándonos solamente con la flama del Príncipe como farol.

Las rocas de las paredes se asemejan a rostros deformes que acechan en las tinieblas; pululan entre las sombras esperando un momento de vacilación. Aprieto los labios para no dejar escapar ningún grito desesperado; la oscuridad siempre me persigue a donde sea que vaya, simplemente no puedo evadirla; y esto es por culpa del Príncipe, quien me arrastra a estos lugares lúgubres como si fueran jardines encantados.

Atrapada en otro mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora