75. Cuesta abajo y sin frenos

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—Abuela, ¡no te rías! ¡Que es verdad! No me voy a enamorar nunca. Solo trae problemas.

—¿Y cuando encuentres un niño guapo, que te quiera mucho?

—Tampoco. Porque luego me hará daño, o se lo haré yo a él. Como mamá y papá.

—Pero es que eso es parte del amor, Helguita...

—Me da igual. No soy tonta, ¿sabes? No me voy a equivocar.

—Ya. Y tampoco te vas a equivocar con la música, ¿no?... ¡Huy! ¿Y esa cara?... ¿Tienes algún secretillo?

—¡¿Pero qué dices, abuela?! ¡Déjame en paz!

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(Helga)

No fui yo.

Fue él.

¿Qué coño estaba haciendo? ¿Qué? ¿Que de repente había perdido el interés en mí? ¿Eso fue lo que hizo mamá con papá?

Que tenía mucho que estudiar. Claro, claro.

Que siguiera haciendo mis planes.

Pues eso hice. Si él no estaba dispuesto a dar la cara, yo tampoco. Y Matt sí lo estaba. Además de que me lo pasaba muy bien con él.

Aquellas covers que subimos juntos al acabar el concurso fueron solo una gota en el desierto. Un mero trámite. Yo lo miraba y no me lo podía creer. ¿Es que ya no disfrutaba conmigo?

—¿Qué te pasa? ­—le pregunté, sin tapujos, después de que Vicky hubiera dado el visto bueno a la grabación.

—Nada. ¿Por qué?

Ni siquiera me miró a los ojos.

—¿No me lo puedes decir a la cara? —le espeté, poniéndome muy cerca de él.

Por fin se enfrentó a mí.

—¿Por qué dices eso? —reiteró, tratando de sonreírme.

Pero sus ojos no brillaban. No estaba contento.

—Si quieres que dejemos de hacer esto... —le sugerí.

Estaba empezando a notar el nudo en la garganta, y eso no me gustaba. No me gustaba para nada. David me cogió las manos, aunque no acabó de tranquilizarme.

—¿Cómo? ¿Por qué? Pero si ya te dije que haríamos lo que tú quisieras...

—Pero no te voy a obligar a nada que tú no quieras —repliqué.

Nos sostuvimos la mirada durante un rato que se me hizo eterno. Sentí la necesidad de escapar, porque veía incertidumbre en su mirada. Veía dudas. ¿Estaba dudando de mí?

Me aparté con brusquedad.

—Helga... ¿Qué pasa?

—Nada. Nada —repetí.

Ahora era yo la que se lo decía. ¿Acaso se pensaba que no me iba a dar cuenta?

Salí corriendo de su casa como alma que lleva el diablo. Me habría derrumbado en el primer banco que hubiera encontrado por la calle, pero ahora ni siquiera podía permitirme ese lujo, porque a menudo se acercaba gente a pedirme fotos. Paré a un taxi, y no dejé de llorar en todo el camino hacia casa. Y lo habría seguido haciendo, pero entonces había visto el mensaje de David, preocupado.

"Ya está, Helga. Ya está", me había autoconvencido, tratando de recuperar el aire. "Ha sido un malentendido. Lo has entendido mal", no dejaba de repetirme.

Una voz compartidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora