Chapter Twenty Three

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Descansó

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Descansó

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Mientras miraba cómo se ponía el sol, pensé en Annabeth y los riesgos que trae está misión. Me daba miedo dormirme. Me inquietaba lo que pudiera soñar.. o si esa voz se volvía a aparecer.

—No tengan miedo de los sueños —dijo una voz detrás de nosotros, ahí supe que no era la única con problemas de sueño.

Me volví. En cierto sentido, no me sorprendió encontrarme en el asiento de atrás al vagabundo de las cocheras del ferrocarril. Llevaba unos tejanos tan gastados que casi parecían blancos. Tenía el abrigo desgarrado y el relleno se le salía por las costuras. Parecía algo así como un osito de peluche arrollado por un camión de mercancías.

—Si no fuera por los sueños —dijo—, yo no sabría ni la mitad de las cosas que sé del futuro. Son mucho mejores que los periódicos del Olimpo. —Se aclaró la garganta y alzó las manos con aire teatral—. Los sueños igual que un iPod, me dictan verdades al oído y me cuentan cosas guay.

—¿Apolo? —dedujo Percy. Sólo él sería capaz de componer un haiku tan malo.

El se llevó un dedo a los labios.

—Estoy de incógnito. Llámame Fred.

—¿Un dios llamado Fred? —pregunte divertida.

—Bueno... Zeus se empeña en respetar ciertas normas. Prohibido intervenir en una operación de búsqueda humana. Incluso si ocurre algo grave de verdad. Pero nadie se mete con mi hermanita, qué caramba. Nadie.

—¿Puedes ayudarnos, entonces?

—Chist. Ya lo he hecho. ¿No han mirado fuera?

—El tren. ¿A qué velocidad vamos?

Él ahogó una risita.

—Bastante rápidos. Por desgracia, el tiempo se nos acaba. Casi se ha puesto el sol. Pero imagino que habremos recorrido al menos un buen trozo de América.

—Pero ¿dónde está Artemisa?

Su rostro se ensombreció.

—Sé muchas cosas y veo muchas cosas. Pero eso no lo sé. Una nube me la oculta. No me gusta nada.

—¿Y Annabeth?

Frunció el entrecejo.

—Ah, ¿te refieres a la hija de Atenea, esa chica que perdieron? Humm. No sé.

Hice un esfuerzo para no hacer una mueca. Sabía que a los dioses les costaba tomarse en serio a los mortales, e incluso a los mestizos. Vivimos vidas muy cortas, comparados con ellos.

—¿Y qué me dices del monstruo que Artemisa estaba buscando? —le pregunté—. ¿Sabes lo que es?

—No. Pero hay alguien que tal vez lo sepa. Si aún no han encontrado a ese monstruo cuando lleguen a San Francisco, busquen a Nereo, el viejo caballero del mar. Tiene una larga memoria y un ojo muy penetrante. Posee el don del conocimiento, aunque a veces se ve oscurecido por mi Oráculo.

—Pero si es tu Oráculo —protestó mi amigo—. ¿No puedes decirnos lo que significa la profecía?

Apolo suspiró.

—Eso es como pedirle a un pintor que te hable de su cuadro, o a un poeta que te explique su poema. Es como decirle que ha fracasado. El significado sólo se aclara a través de la búsqueda.

—Dicho de otro modo, no lo sabes.

Apolo consultó su reloj.

—¡Uy, mira qué hora es ya! He de irme corriendo. No creo que pueda
arriesgarme a ayudarlos otra vez, chicos. ¡Pero recuerden lo que les he dicho! Duerman un poco. Y cuando vuelvan, espero que uno de ustedes haya compuesto un buen haiku sobre el viaje.

Yo quise responder que no estaba cansada y que no había escrito un haiku en mi vida, pero Apolo chasqueó dos dedos y se me cerraron los ojos.

Me incorporé de golpe en el asiento del Bugatti. Grover sacudía un brazo de Percy. Dormí pacíficamente, sin ningún problema o pesadilla.

—Percy, Mayven, ya es de día. El tren ha parado. ¡Vamos!

Intenté sacudirme el sueño. Thalia, Zoë y Bianca habían alzado la malla metálica. Fuera se veían montañas nevadas con grupos de pinos diseminados aquí y allá; un sol encarnado asomaba entre dos picos.

Habíamos llegado a los alrededores de una población de esquí enclavada entre las montañas. El cartel rezaba: «Bienvenido a Cloudcroft, Nuevo México.» El aire era frío y estaba algo enrarecido. Los tejados estaban todos blancos y se veían montones de nieve sucia apilados en los márgenes de las calles. Pinos muy altos asomaban al valle y arrojaban una sombra muy oscura, pese a ser un día soleado.

Estaba como una paleta helada cuando llegamos a Main Street, que quedaba a un kilómetro de las vías del tren. Mientras caminábamos, le contamos a Grover la conversación que Percy y yo habíamos mantenido con Apolo la noche anterior, incluido su consejo de que buscase a Nereo en San Francisco.

Grover parecía inquieto.

—Está bien, supongo —dijo—. Pero antes hemos de llegar allí.

Nos detuvimos en el centro del pueblo. Desde allí se veía casi todo: una escuela, un puñado de tiendas para turistas y una cafetería, algunas cabañas de esquí y una tienda de comestibles.

—Estupendo —dijo Thalia, mirando alrededor—. Ni estación de autobuses, ni taxis ni alquiler de coches. No hay salida.

—¡Hay una cafetería! —exclamó Grover.

—Sí —estuvo de acuerdo Zoë—. Un café iría bien.

—Y unos pasteles —añadió Grover con ojos soñadores—. Y papel de cera.

Thalia suspiró.

—Está bien. ¿Qué tal si van ustedes dos por algo de desayuno? Percy, Mayven, Bianca y yo iremos a la tienda de comestibles. Quizá nos indiquen por dónde seguir.

—Yo quiero un brownie —informe antes de retomar la caminata.

Quedamos en reunimos delante de la tienda un cuarto de hora más tarde. Bianca parecía algo incómoda con la idea de acompañarnos, pero vino sin
rechistar.

En la tienda nos enteramos de varias cosas interesantes sobre Cloudcroft: no había suficiente nieve para esquiar, allí vendían ratas de goma a un dólar la pieza, y no había ningún modo fácil de salir del pueblo si no tenías coche.

—Pueden pedir un taxi de Alamogordo —nos dijo el encargado, aunque no
muy convencido—. Queda abajo de todo, al pie de la montaña, pero tardará al menos una hora. Y les costará varios cientos de pavos.

Salimos y esperamos en el porche con la rata de goma que Percy compro.

—Fantástico —refunfuñó Thalia—. Voy a recorrer la calle, a ver si en alguna de esas tiendas me sugieren otra cosa.

—El encargado ha dicho...

—Ya —me cortó—. Voy a comprobarlo, nada más.

Y la dejamos irse.

Daughter of Shadows || PJO Donde viven las historias. Descúbrelo ahora