¿Qué pasaría si un día descubrieras que, en realidad, eres hijo de un dios griego que debe cumplir una misión secreta? Eso es lo que le sucede a Mayven Monroe, que a partir de ese momento se dispone a vivir los acontecimientos más emocionantes de su...
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Montando a Pumba
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Recordaba el mito del jabalí, la enorme criatura había arrasado muchas ciudades griegas antes de que Hércules lograra someterlo.
Hércules lo encontró y, persiguiéndolo durante varias horas, lo fue acorralando a una zona cubierta de nieve donde, saltando sobre su lomo, lo ató con cadenas y se lo llevó a Micenas vivo, cargándolo sobre sus hombros. Fue el tercer trabajo de los doce que debía cumplir.
—¡No os quedéis quietos! —chilló Zoë.
Ella y Bianca corrieron en direcciones opuestas. Grover bailaba alrededor del jabalí tocando sus flautas, mientras el animal soltaba bufidos y trataba de ensartarlo. Pero Thalia, Percy y yo fuimos los que nos llevamos la palma en cuestión de mala suerte. Cuando la bestia se volvió hacia nosotros, Thalia cometió el error de alzar la Égida para cubrirse. La visión de la cabeza de la Medusa le arrancó un pavoroso chillido al jabalí. Y nos embistió enloquecido.
Logramos mantener las distancias porque corríamos cuesta arriba esquivando árboles, mientras que el monstruo iba en línea recta y tenía que derribarlos.
Al otro lado de la colina se veía un viejo tramo de vía férrea, medio enterrado en la nieve.
—¡Por aquí! —gritó Percy, Agarrando a Thalia del brazo y a mí de la muñeca, corrimos por los raíles con el jabalí rugiendo a nuestra espalda.
El animal se deslizaba y resbalaba por la pendiente. Sus pezuñas no estaban hechas para aquello, gracias a los dioses.
A cierta distancia había un túnel que desembocaba en un viejo puente de caballetes que cruzaba un desfiladero.
—¡Siganme! —volvió a gritar el pelinegro.
Thalia redujo la velocidad, pero Percy no la dejo parar, la arrastro y ella nos siguió a regañadientes. A nuestra espalda venía un tanque porcino de diez toneladas, derribando pinos y aplastando rocas con sus pezuñas.
Cruzamos el túnel y llegamos al otro lado.
—¡No! —gritó Thalia.
Había palidecido como la cera. Estábamos en el inicio mismo del puente. A nuestros pies, la ladera descendía abruptamente formando un barranco de unos veinte metros de profundidad.
Teníamos al jabalí justo detrás.
—¡Vamos! —dijo Percy, animando a Thalia—. Seguramente aguantará nuestro peso.
—¡No puedo! —gritó ella con ojos desorbitados.
El jabalí se había metido a toda marcha en el túnel y avanzaba destrozándolo a su paso.
—¡Ahora! —grité.
Ella miró hacia abajo y tragó saliva. Habría jurado que se estaba poniendo verde, aunque no tenía tiempo de adivinar la causa: el jabalí venía por el túnel directo hacia nosotros. Percy le hice un placaje a Thalia y, evitando el puente, empezamos a deslizamos por la ladera. Casi sin pensarlo, ellos se montaron sobre la Égida como si fuera una tabla de snowboard, y yo hice un viaje en sombras, sabía que no todos entraríamos en el escudo.
Los vi bajar zumbando entre las rocas, el barro y la nieve. El jabalí tuvo menos suerte; no podía virar tan deprisa, de modo que sus diez toneladas se adentraron en el puente, que crujió y cedió bajo su peso.
El animal se despeñó por el barranco con un chillido agónico y aterrizó en un ventisquero con un estruendo colosal. Que buena suerte que aparecí lejos de esa zona.
Me acerqué a mis amigos cuando se detuvieron. Los dos jadeában. Percy se había hecho multitud de cortes sangraba. Thalia tenía el pelo lleno de agujas de pino. Muy cerca, la bestia daba chillidos y forcejeaba. Lo único que se le veía era la punta erizada del lomo. Estaba completamente encajado en la nieve, como un juguete en su molde de poliestireno. No parecía herido, pero tampoco podía moverse.
—Te dan miedo las alturas, ¿eh? —rompió el silencio, Percy.
Ahora que estábamos a salvo al pie del desfiladero, tenía su expresión malhumorada de siempre.
Oh, Percy, ¿por qué nunca controlas lo que dices?
—No seas idiota —brama Thalia.
—Lo cual explica por qué te asustaste en el autobús de Apolo. Y por qué no querías hablar de ello.
—Percy —reprendí.
Thalia respiró hondo y se sacudió las agujas de pino del pelo.
—Te juro que si se lo cuentan a alguien...
—No, no —la tranquilicé—. No lo vamos a divulgar.
—Pero es increíble —sigue hablando Percy—. O sea... la hija de Zeus, el señor de los cielos, ¿tiene miedo a las alturas?
Thalia estaba a punto de derribarlo en la nieve y yo no la detendría, cuando la voz de Grover sonó por encima de nuestras cabezas:
—¡Eeeeeoooo!
—¡Aquí abajo! —grito Percy.
—Ahora tiene complejo de Freddy Mercury —murmure.
Unos minutos después se nos unieron Zoë, Bianca y Grover. Nos quedamos todos mirando al jabalí, que seguía forcejando en la nieve.
—Una bendición del Salvaje —dijo Grover, aunque ahora parecía inquieto.
—Estoy de acuerdo —dijo Zoë—. Hemos de utilizarlo.
—Un momento —dijo Thalia, irritada. Aún parecía que acabara de ser derrotada por un árbol de Navidad—. Explícame por qué estás tan seguro de que este cerdo es una bendición.
Grover miraba distraído hacia otro lado.
—Es nuestro vehículo hacia el oeste. ¿Tienes idea de lo rápido que puede desplazarse este bicho?
—¡Qué divertido! —dijo Percy—. Cowboys, pero montados en un cerdo.
Grover asintió.
—Tenemos que domesticarlo. Me gustaría disponer de más tiempo para echar un vistazo por aquí. Pero ya se ha ido.
—¿Quién?
Él no pareció oírme. Se acercó al jabalí y saltó sobre su lomo. El animal ya empezaba a abrirse paso entre la nieve. Una vez que se liberase, no habría modo de pararlo. Grover sacó sus flautas. Se puso a tocar una tonadilla muy rápida y lanzó una manzana hacia delante. La manzana flotó en el aire y empezó a girar justo por encima del hocico del jabalí, que se puso como loco tratando de alcanzarla.
—Dirección asistida —murmuró Thalia—. Fantástico.
Avanzó entre la nieve y se situó de un salto detrás de Grover. Aún quedaba sitio de sobras para nosotros. Zoë y Bianca caminaron hacia el jabalí.
—Una cosa —le pregunto Percy a Zoë—. ¿Tú entiendes a qué se refiere Grover con lo de esa bendición salvaje?
—Desde luego. ¿No lo han notado en el viento? Era muy fuerte... Creía que no volvería a sentir esa presencia.
—¿Qué presencia? —pregunto el hijo de Poseidón.
Ella lo miró como si fuese idiota.
—El señor de la vida salvaje, por supuesto. Por un instante, cuando ha aparecido el jabalí, he sentido la presencia de Pan.