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Multimedia | "Video Games" | Lana del Rey.




Desde una encantadora mesita situada en la terraza de nuestra suite en el hotel contemplaba Paris a mis pies, bebía un poco de té de menta mientras esperaba a mi futuro esposo quien se encontraba fuera. Los rayos del sol del mediodía se reflejaban en el diamante acomodado en mi anular izquierdo, el brillo era visualmente hipnótico.

Me debatía internamente sobre mis sentimientos acerca del compromiso, jamás en la vida pensé que a los veinticuatro estaría comprometida con un hombre de treinta y siete, asquerosamente rico, dolorosamente guapo y descaradamente mentiroso. No podía evitar sentirme confundida y atada, yo nunca sabría lo que es tener un noviazgo común y me perdí de la etapa de juventud y locura por aferrarme a ser la mujer perfecta y empoderada para el hombre perfecto, el rey de Manhattan.

Ver una película en el sofá, caminar por un parque con un helado en mano, pedir permiso para salir en una cita; eso era algo desconocido para mí.

Contratos, negocios, derroche y lujo era lo que había recibido todos estos años. No estaba mal, mi vida era muy acomodada, nada me faltaba. Pero no estaba segura si un matrimonio en ese mundo sería fructífero.

Decidí llamar a mi madre y darle la primicia. Me generaba ansiedad no saber cuál sería su reacción. En su lugar, yo no estaría muy contenta.

Tomé el celular y busqué su número en el marcado rápido, a los dos timbres ella respondió con esa cálida voz que me reconfortaba tanto como un abrazo suyo. Nora estaba en casa cuidando su jardín, con emoción me platicó como crecían sus rosas que recién había plantado y los planes que tenía para acomodar el lugar. Escuché atentamente cada palabra que decía y me la imaginaba contenta deambulando por el patio.

­—¿Y tú cómo estás? —preguntó ella dando fin al tema de las rosas —¿Cómo está Sebastian?

Vaya, me ha preguntado por él, debe agradarle.

—Estamos bien mamá, París es bellísimo, te enviaré unas fotos que tomé.

—Me imagino —suspiró —Lo mereces.

—Mamá —hice una pausa —Hay algo que tengo que contarte.

—Claro, dime —su voz se endureció y podía imaginar su rostro, los labios tensos.

—Me voy a casar —le dije casi en un susurro.

Un par de segundos se hizo silencio. Instintivamente moví mi mano izquierda para quitar el anillo de mi vista.

—¿Es verdad? —preguntó ella.

Le respondí que sí.

Acompañado a esa pregunta vino un sermón interminable acerca de la vida en matrimonio, la responsabilidad, la diferencia de edades y lo joven que era como para atarme tan prematuramente.

No tenía cara para decirle que no o pedirle que no me juzgara, en el fondo sabía que no era lo que ella quería para mí, sin embargo, era lo que yo había decidido. Mi felicidad se encontraba con aquel hombre.

—Al final, la decisión es tuya. Seré honesta y me preocupa el futuro de ese matrimonio pero confiaré en ti y en tu buen criterio —finalizó.

—Gracias mamá, significa mucho para mí y créeme, Sebastian es el hombre indicado.

Su voz se suavizó, adoptando de nuevo ese tono maternal.

—Estaré esperando mi invitación.

—Serás la primera en la lista.

Nos despedimos y ella parecía estar un poco más tranquila. No obstante, sabía que no estaba todo ganado. Me preocupaba ese don que tienen las madres para acertar en los pronósticos, una madre rara vez se equivoca en lo que a sus hijos concierne.

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