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Recién volvía de Nepal. La UNICEF había apreciado mucho mi voluntariado como becaria y se me me invitó al viaje junto con los embajadores. La experiencia fue desgarradora e inspiradora a la vez. El conocer las carencias que viven aquellos niños me dejó con el nudo en la garganta más de una vez, sin embargo, al hablar con ellos y escucharlos reír y ser felices a pesar de sus adversidades me llenó de alegría y motivación para entregarme de lleno a la causa.

Sonó mi celular.

—¿Ya estás en casa? —preguntó un relajado y amable hombre en la línea.

—Vengo entrando —respondí mientras arrastraba el equipaje a la habitación.

—Me alegra escuchar eso, te echaba de menos.

—Y yo a ti, mucho.

—Voy para allá, necesito verte y aparte, tengo una sorpresa para ti —anunció él.

No logré desempacar nada, el cansancio me venció y me quedé dormida en la cama, con jeans y tenis puestos.
Recién comenzaba el último año de universidad y estaba resultado de lo más agotador; compaginar la escuela junto con el servicio en UNICEF me estaba consumiendo la energía.

El olor a perfume fino y unos dedos deslizándose por mi cabello me hicieron despertar. Sebastian estaba en casa y ni siquiera le escuché llegar, me había acomodado sobre su pecho para mí mayor descanso.

No me moví, solo le enredé con piernas y brazos. De un tiempo para acá atesoraba los pocos momentos de intimidad que lográbamos tener. No necesitaba más en la vida, eso era mi felicidad, ese pequeño instante en el que él velaba mi sueño y ponía toda su atención en mi.

—Amelia, despierta nena —Sebastian intentaba despertarme —Tenemos que salir.


¿Salir? No recuerdo que haya mencionado nada sobre salir.

—No quiero —me quejé y hundí el rostro en su pecho —Vamos a quedarnos aquí.

—Nada me gustaría más pero créeme que no te vas a arrepentir de haber ido a dónde tenemos que asistir —dijo e hizo esfuerzo por levantarse aun conmigo encima.

Me levanté para dejarle libre el movimiento.

—Por cierto —tiró de mí y me acercó a él —Adoro tenerte de vuelta.

No lograba comprender aquellos cambios de humor que repentinamente le azotaban pero especialmente hoy estaba bien, estábamos bien. Como al principio. Él me miraba con absoluto amor y devoción.

Había un alto índice de probabilidad de que mañana estuviéramos en batalla campal por la más mínima insignificancia, así que debía aprovechar los buenos momentos.

—Bésame —le pedí y él accedió apenas terminé de articular palabra.

Un beso que me sabía a recuerdos, a mis primeros años de universidad, un beso bañado de color rojo.

Ninguno de los dos se movió, nos mantuvimos de pie en medio del cuarto, la ropa no salió volando, ni las manos vagaban por el cuerpo del otro. Únicamente las suyas en mi cintura y las mías rodeando su cuello. Solo los labios hablaban ese lenguaje que solo ellos conocen, hurgando en el interior de aquellas dos personas que parecían estar vacías pero en el fondo albergaban un amor intenso el uno por el otro, nublados por estupideces.

Él era el infierno y sus labios el cielo.

El tiempo y espacio carecieron de valor.

Despacio me separé de él para recuperar el aliento y el equilibrio. Mantenía sus ojos cerrados y la mandíbula tensa, seguía sin soltarme.

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