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Sebastian había dejado de llamar, de enviar mensajes, de manifestarse. No sabía si se había rendido o solo era una estrategia por parte suya para atraerme y captar mi atención.

Lo que sea que fuera estaba surtiéndole efecto. Constantemente revisaba mi celular esperando alguna señal de vida.

No había nada.

Por muy triste que me resultara la idea, me inclinaba mas hacia la opción de que se había rendido y no tenía pensado buscarme más.

Cada vez que pensaba en ello un escozor me llenaba la garganta y un hueco infinito me invadía el estómago. La sensación de pérdida y desasosiego era cada vez peor.
Sin embargo, debía aprender a lidiar con ello. No solo debía darle vuelta a la página, más bien debía finalizar el libro.

Después de todo, yo había roto con él. Le había pedido alejarse de mí y no buscarme más, él solo estaba cumpliendo mis deseos.

Golpeteaba mis tobillos contra las patas de mi silla giratoria mientras terminaba de redactar un plan de trabajo para mis juntas de los lunes. La pereza del fin de semana no me permitió adelantar y me confié del hecho de que trabajo mil veces mejor bajo presión.

Alguien llamó a la puerta de mi oficina dos veces y el sonido  me hizo pegar un pequeño salto.
Me levanté con torpeza y me dirigí a ver quien era.

La persona que menos esperé ver un lunes por la mañana era la que se había aparecido.
Me quedé perpleja, boquiabierta mientras la rubia mujer me miraba con ambas cejas arqueadas y cierta nota de desesperación.

Salí de mi lapso y retomé el hilo del asunto. Por inercia le abrí la puerta para que pasara y una vez dentro cerré.

Elizabeth recorrió mi oficina en cuestión de segundos, ambos brazos cruzados y un bolso estrepitosamente costoso colgando de su antebrazo derecho.
Ella no decía nada, solo postró sus mirada sobre la mía y me dolió hasta el alma. Sin duda su hijo había heredado sus ojos.

—¿Pasa algo? —le pregunté rompiendo el silencio.

En verdad quería saber si algo pasaba, con su hijo. El único motivo por el que ella estará aquí es porque algo le había sucedido.

La mujer seguía manteniendo ese porte y el estatus alto.

—Muchas cosas, pasan muchas cosas —respondió amarga —Siéntate —me ordenó al mismo tiempo que ocupaba una de las sillas de mi escritorio.

Dándome órdenes en mi propia oficina. No cabe duda que su hijo es un mandón gracias a ella.

Al rodear el escritorio para sentarme pude notar como me escudriñaba de pies a cabeza.

—¿Le ha pasado algo a Sebastian? —le pregunté con más preocupación de la que debí emplear.

—Él está bien, entre lo que cabe, recuperándose —respondió frívola.

¿Recuperándose? ¿Acaso le había ocurrido algo? Tal vez sufrió algún accidente y eso explicaba la ausencia.
Pero, de tratarse de un accidente lo habría visto en las noticias.
Me estaba confundiendo.

—Perdón pero no estoy entendiendo muy bien.

Ella suspiró resignada. Y alisó la solapa de su blusa blanca.

—Amelia, Sebastian está muy mal desde que le dejaste, en verdad, me preocupó desde que me buscó muy desolado por tu partida.

—Señora, yo no he estado en un lecho de rosas.

Muy propio de Sebastian, contar las cosas a su conveniencia.

—Lo se, se lo qué pasó y no se lo aplaudo, al contrario, hizo muy mal —me respondió dándome la razón.

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