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Caminaba por Central Park un sábado a medio dia, el sol brillaba en su máximo esplendor coloreando mis mejillas de un rosa pastel, el follaje de los arboles bailaba a la velocidad del viento al compás del vuelo de la falda del vestido floreado que llevaba, el césped se vestía de un verde intenso e invitante, los neoyorquinos amaban llenarse de vitamina D al mismo tiempo que dejaban sus preocupaciones diarias en casa y descansaban sobre el extenso parque.

No me pude resistir e imité su comportamiento. Busqué un punto relativamente alejado de la muchedumbre y me acomodé con las piernas extendidas sobre el pasto calando en mis pantorrillas descubiertas, las voces y risas de los presentes me impedían concentrarme en el libro de poemas de un reconocido escritor latino que llevaba conmigo, tomé los audífonos y reproduje una lista de piezas que cuidadosamente había elegido para mis momentos de lectura, únicamente música instrumental de artistas como Desplat, Marianelli, Burwell por mencionar a algunos.

La infusión de té helado de menta y frutos rojos era el complemento perfecto para un día así de soleado. El cantar de algunas aves que deambulaban por las copas de los árboles y el aire limpio que entraba en mis pulmones y la calidez del sol en mi piel traslúcida convirtieron ese momento en algo preciado. Disfrutaba mucho mi soledad, mis libros, mi música y la sensación de paz que emerge desde el epicentro del corazón expandiéndose por todo el cuerpo, liberando las malas energías y pensamientos negativos que pueda llegar a albergar.

Todo se encontraba de maravilla; había dejado de lado el comportamiento insensato que había adoptado los últimos meses y de nuevo volví a ser la misma chica siempre, esa que disfrutaba leer poesía de Benedetti, caminar sin rumbo y detenerse en algún parque a leer y beber su te favorito,  tumbarse bajo el sol no por la estética de broncearse sino por el placer de disfrutar la maravilla de la naturaleza.

Solía ser muy autocritica conmigo misma, constantemente me reprendía por mis acciones y me juzgaba cruelmente. Todavía con conseguía perdonarme los derrapes que había tenido, el algún momento perdí el control sobre mis acciones y actué de manera irracional. El amor nos vuelve irracionales en muchas ocasiones.

Si no lograba sanar y liberarme del sentimiento de culpa no podría dejar atrás lo sucedido y por lo consiguiente no tendría el coraje de salir adelante, no podría conciliar el sueño con serenidad. Porque no hay nada más reparador que el perdón, y más si es hacia uno mismo. Errar es de humanos y con mayor razón cuando son jóvenes como yo, jóvenes que actúan por instinto y no por raciocinio.

Solo el tiempo lograría desmanchar los borrones de los errores pasados y de nuevo estaría disponible mi alma como lienzo en blanco para poder plasmar nuevas y enriquecedoras experiencias.

Dirigí la mirada hacia el cielo, le dediqué cinco minutos de mi tiempo a una nube perfectamente bordeada, tan perfecta y apacible que me hacía sentir que la podría tocar con solo estirar la mano. Al bajar la mirada logré vislumbrar una silueta conocida que me observaba sentado cómodamente en una banca a unos cuantos metros de distancia del lugar donde me encontraba.

Devolví mi atención al libro y pretendí que nada había pasado. Tratando de pasar por alto el posible contacto visual que pudo haberse dado. Al cabo de unos minutos, la persona se encontraba de pie, a lado mío. Y una vez más, mi tranquilidad se fue por la borda. De nuevo se hacía presente ese palpitar desacompasado y violento de mi corazón cada vez que él se acercaba, inclusive cada vez que le pensaba.

Zafé los audífonos de mis oídos y alcé la mirada hacia él.

—¿Me estás siguiendo? —pregunté hostilmente.

Él especialmente lograba sacarme de mis casillas con facilidad, un agresivo alter ego se apoderaba de mi cuando estaba con él, me convertía en alguien como él.

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