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Habían pasado casi tres horas desde que Amelia se marchó sin decir nada, sin decir a donde. Me vi tentado muchas veces a tomar el teléfono y buscar su ubicación pero me convencí de que ella estaba bien, que nada malo pasaba y tenía que respetar su decisión de ausentarse por un momento.

No entendía lo que pasaba por su cabeza, ni siquiera por la mía.

Algunas veces todo era perfecto, sin lugar a dudas. Otras veces era como si cada palabra o cosa que dijéramos detonara una granada dentro de la casa.

Nuestra casa, campo de batalla. Nuestra habitación, zona de guerra.

Revisé una vez más el prenupcial que mis abogados habían redactado conforme a mis peticiones, lo leí una y dos veces más para encontrarme con anomalías. Pero no anomalías en el acuerdo, sino conmigo mismo.

La campana del ascensor timbró y después un taconeo armonioso se escuchó a lo lejos, haciéndose más fuerte. Amelia había vuelto. Una estela de perfume inundó la habitación en cuanto ella entró, olía a flores, o rosas tal vez.

No me dirigió la palabra al llegar, sin embargo pude percatarme de que no estaba molesta, su rostro estaba sereno y apacible. Arrojó las llaves del auto que le había dado Arthur en el tocador, dejó su bolso sobre la cama y su teléfono también.

Entró en el vestidor y se quitó los tacones. Se paró frente al espejo para soltarse la coleta y dejar su cabello suelto caer por los hombros, lo acomodó con los dedos.

—Volviste —afirmé, tratando de romper el hielo, me estaba ignorando olímpicamente.

—No —respondió de inmediato —Soy un producto de tu imaginación —añadió con un tonito irónico, a veces Amelia tenía un humor negro y usaba la ironía para su diversión.

—En mi imaginación eres menos irónica —le acusé.

La vi de reojo hacerme una mueca, como los hijos cuando le sacan la lengua a sus padres a sus espaldas. Preferí ignorar su gesto antes de comenzar otra pelea sin fundamentos.

Siguió en el vestidor, se despojó de la falda y la blusa, tomó un pijama corto de dos piezas de satén en color rosa. Finalmente salió y se tomó la molestia de no ignorarme más y mirarme durante una fracción de segundo.

—Sebastian, quiero hablar contigo —me dijo.

—¿Ahora? —le pregunté.

—Sí, ahora —insistió ella.

¿De que querría hablar casi a la media noche con tanta premura?

—¿Quieres bajar al estudio?

Ella negó.

—No, aquí está bien.

—Entonces dime —le pedí y me acomodé en el taburete donde estaba sentado —Te escucho.

Amelia permaneció de pie con ambas manos en la cintura. Me preparé para recibir cualquier tipo de noticia o comentario por parte suya, con ella siempre estoy a expensas de que cambie de parecer en un instante, incluso, por un momento pensé que cancelaría la boda.

—Solo quiero decirte que no acepto firmar tu acuerdo prenupcial —soltó de tajo.

Bueno, eso lo esperaba.

—Y, ¿se puede saber el motivo? —busqué indagar en su decisión, sin perder los estribos.

—Porque es estúpido, porque no tiene sentido, porque no soy un activo ni un inmueble. Porque soy una persona que tiene derecho a tener hijos si así lo desea, a hacer lo que se le venga en gana. Porque el estar casada con un millonario no me obliga a ser una esposa trofeo ni una muñeca de aparador. Porque todavía no nos hemos casado y ya tengo que firmar clausulas para un divorcio que ni siquiera sabemos si llegará. Porque debes aprender a ser más humano y menos magnate. Porque es una boda, no un negocio; está nuestro amor de por medio, no tus acciones en la bolsa.

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