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Dejé las pesas caer de golpe, no resistía más. Estaba agotado física y mentalmente, decidí no ejercitarme aquella mañana.

Me quedé acuclillado, divagando, mi ánimo estaba por los suelos.

Tenía una semana que Amelia se había marchado y cada día era más triste que el anterior.

La desesperación comenzaba a consumirme, no sabía nada de ella. Presionaba a Arthur para que me diera alguna noticia pero no, era como se se la hubiese tragado la tierra.

—Señor, ¿me llamó? —preguntó Arthur al entrar en mi despacho un sábado por la mañana.

—¿Tenemos noticias del paradero de Amelia? —exigí saber.

Él negó.

—No señor, nada de la señorita West. En ningún hotel de Manhattan. Ni en casa de sus amigas.

¡Demonios!

—Inténtalo hoy, por favor. Yo saldré pero no es necesario que me lleves, dedícate a eso. Y cualquier cosa me avisas.

—Claro que si señor —asintió educadamente.

—Gracias Arthur —le dediqué una sonrisa a medias.

Él dio la vuelta y caminó hacia la puerta.

—Arthur —le llamé y este se detuvo girando a verme —Discreción, por favor.

Mi concentración en el trabajo era nula, por más que trataba de poner atención y enfocarme en mi empresa no podía, estaba siendo peor que un chiquillo.

Pensaba. Una y otra vez. En cada error que cometí, que cometimos. No dejo de sentirme culpable de haber destruido la única cosa buena que me pasó en la vida.

Me sentía en penumbra otra vez, mi luz había desaparecido. Se había ido.

Dirigí la mirada hacia el portarretrato metálico que descansaba en mi escritorio. Nos veíamos tan felices, ella tan hermosa y yo tan afortunado.

¿Dónde quedó todo eso? Esa pregunta me rondaba sin cesar.

Cerré la laptop y me recargué en la silla. Cogí la fotografía y analicé cada detalle.
Extrañaba su sonrisa, su mirada, su olor, su voz, su mal carácter incluso, todo.

Devolví la fotografía al escritorio y salí de mi estudio.

Daba vueltas por el penthouse sin nada que hacer. Me sentía como león enjaulado.

Sonó mi celular, para mi fortuna era Rob, mi mejor amigo.

—¿Salimos en la noche? —fue lo primero que me dijo, con ese tonito de voz tan peculiar suyo —¿O sigues llorando por ella?

Se echó a reír. En verdad le causaba gracia verme tan desbastado por una mujer. Su risa me contagió.

—Tonterías —bufé —Te veo en la tarde para tomarnos algo.

—¡Ese es mi amigo! —dijo con entusiasmo.

—Nos vemos a las seis, donde siempre. 

Al menos mi día no sería tan aburrido y sin gracia como lo había pensado. Necesitaba perderme una noche, y así podría dejar de pensar en todo.

Incontables veces tomé el celular y me vi tentado de llamar a Amelia y pedirle a gritos que volviera conmigo, que volviera a casa. El lugar me quedaba grande sin ella. Pero no, ya le había hecho mucho daño, la arrastré lo jodido de mi vida y ahora que ella había sido lo suficientemente valiente para huir debía dejarla ir.

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