[Capítulo 01]

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Ansiamos con correr antes de poder caminar. Un comienzo apresurado siempre es complicado, puesto que despoja de esa dulce espontaneidad que inocentemente arranca más de una tierna sonrisa a quienes gustan de perderse entre recuerdos del pasado. Hay más verdad de la que se conoce. Y yo estoy aquí para mostrarte la diferencia.

1
Alba y ocaso

Aquello que pude hallar en el templo Hakurei terminó perdiéndose con lentitud al pasar los días tras su repentina desaparición. La mujer de larga y negra cabellera no dejó rastro sobre su paradero, ni pista que dijera cuáles fueron sus decisiones y razón que aclararan los motivos para que de la nada, se esfumara. Lo que sí dejó sin embargo fueron dudas, la impresión de que aún seguía allí, sentada viendo en la distancia mientras la más pequeña descansaba en su sombra. Dejó una calma incómoda y un silencio que le hacía compañía de manera dolorosa.
      Mientras tanto yo me mantuve al lado de mi amiga por el tiempo que me permitió y el que me fue posible. Traté de traer de vuelta su ánimo aunque sin ningún tipo de éxito. Y es que yo no lo entendía. Ambos habíamos crecido desde el día en que aparecí, de modo que a pesar de que los dos seguíamos siendo apenas un par de niños que no pasaban de los once, ella se vio obligada a no fijarse en su edad y continuar con la labor que al final siempre le perteneció. El momento solamente llegó antes y yo no estaba listo para semejante transición.
      Entonces pensé que si existía un momento en donde pudiera devolverle toda esa bondad que me entregó, era aquel. Es por eso que insistí en permanecer a su lado. Porque creí que eso nos completaba de cierto modo. Pero claro, esas son sólo las ideas de un niño que desconoce el lugar en donde se encuentra.
      Los primeros días fue difícil entablar una conversación. No iba más allá de limitarse a responder un o un no a secas. Reparaba en que yo estaba allí, sonreía con timidez si es que le obligaba a que nuestros rostros coincidieran y hasta solía darme un manotazo, apartándome si no la dejaba en paz. Pero ella sabía que estaba allí, por los años en donde me ayudó pese a que aquella mujer no moviera ni un dedo. Cuando por fin volvió a hablar, lo que decía eran partes de frases que murmuraba y las que aparentaban revolotear por su cabeza.
      «Debo encargarme» decía «continuar lo que quedó» repetía.
      Continuaba reconociendo mis intentos por sacarnos adelante, sea compartiendo una comida, golosinas o sólo un poco de té. Su sonrisa se hizo cada vez más evasiva mas aún existente. Sea al verme llegar o al irme, me la mostraba como siempre recordé. Eso en ella no desapareció ni fue tomado por la fuerza de un arrebato. De ese mismo modo creí que sería sencillo continuar y mejorar para los dos.
      Pero en cierto modo sólo deseaba ignorar una realidad absoluta y que los dos conocíamos bien.
      El tiempo pasó hasta que empecé a ser testigo de cómo mi amiga daba comienzo a un gran cambio, empezando su transformación para convertirse en una verdadera sacerdotisa. Su temple, comportamiento y disposición continuaron en el mismo lugar. No obstante una nueva resolución nacía dentro de su persona. Esa era su responsabilidad después de todo, una que aceptó a llevar por el bien de su causa. Que se perdiera lo que con seguridad encontraba en aquel templo, en ella, no significaba que dejara de existir. Aún estaba allí, yo sabía que así era. Pero tal y como creía fervientemente en mis palabras, era una realidad que Reimu había dejado de ser la misma.
      Por el bien de nuestro recuerdo continué visitándola. El tiempo pasó fugaz pero remarcable, así hasta que nuestros encuentros se volvieron inexistentes. Le rodeaban nuevos rostros, presencias distintas que le regresaron esa expresión animada de antes y que yo no pude hacer emerger. Veía en su semblante nuevas reacciones que no hicieron más que destruir la ilusión de un niño. Creí que para mí lo mejor sería partir, pues esa mujer ya me lo había dejado en claro. Ese templo no era mi hogar.
      Los días de deambular comenzaron, uno a los que no les tomé agrado. Había transcurrido más de un año desde entonces, mas seguía siendo un niño perdido quien sólo podía contarse más días por la suerte.
      Es así como años antes del incidente de la niebla escarlata, justo cuando empecé a vivir en la aldea de los humanos, decidí volverme en un ladrón. Solía vagar por las calles del gran asentamiento de los humanos en busca de cualquier oportunidad para sobrevivir. Cuando llegué a tan enorme lugar no era nada más que un extraño. De hecho era menos, un despojo de la decencia, resultado de caminar hasta dar con la aldea. Como bien te debes de imaginar, la aldea no se trataba de un pequeño lugar de paso. Era un sitio que los humanos habían hecho suyo, levantando sus propias reglas y estableciendo el ritmo de ese lugar como el propio. Pronto la vida en dicho sitio fue mejorando hasta convertirse en el lugar por excelencia para aquellos que buscaran cobijo de las diferentes excentricidades que acechaban la tierra. Y si eras lo bastante astuto así como un youkai, podías pasar desapercibido bajo la seguridad de las distintas personalidades con las que cuenta la aldea. Aceptadas por la gente y referidas como sus guardianes.
      Como humano no existía mejor lugar para mí que una aldea con más gente como yo. O eso pensé. Como he mencionado, era un desconocido, alguien a quien jamás se le vio antes y a quien no se le entregaría una oportunidad tan fácilmente. Si era capaz de encontrar refugio fue por las calles y hogares que colisionaban formando callejones. Muchas veces traté de conseguir un trabajo, cualquier cosa que me asegurase un techo aunque fuese mugroso. Pero aun con los humanos no hallé esa ayuda. La vida de ladrón fue mi última opción porque sencillamente no me había quedado otra.
      Y así viví por una larga temporada. Como ladrón fui hallado numerosas veces en el acto, mas sin embargo, el ser azotado se trataba de la menor de mis preocupaciones. No era parte de mi día a día que me hallaran infraganti y claro, el dolor no me era ajeno. Pero tal y como he dicho al ser humano el castigo no ascendía a más que eso.
      Sólo porque era humano.
      Se me daba bien escapar y en varias ocasiones hice gala y burla de ello. Sea colándome por lugares estrechos o trepándome en los techos en donde perdía vista de quienes me persiguieran. Contaba con zonas designadas para robar sea comida o dinero. No gastaba dinero en donde robaba comida y viceversa. Lo que me garantizó un disfraz entre el resto de ratas de la calle que como yo buscaban sobrevivir.
      Pero es un estilo de vida peligroso.
      En cierta ocasión llevaba días con el estómago dándome vueltas en el interior como un saco vacío. Había caído enfermo días antes, gastándome todo escaso suministro que había podido reunir. Para cuando pude volver a la calle, no tuve éxito en nada. Trataba de llenarme el estómago con agua para tratar de que esa terrible sensación se apartara, pero cada vez se volvía mucho más complicado de lidiar. Mi cuerpo gritaba por algo. Así fuera frío o sucio, necesitaba ingerir algo rápido.
      Me encontré en un estado en el que robar o escapar hubieran sido actos inútiles. Mis movimientos eran débiles y torpes, por lo que andaba más bien dando tumbos a los lados del camino. La visión me fallaba por el cansancio y con tan solo caminar un par de metros, ya me faltaban las fuerzas. Estando en la zona este, lugar en donde compraba, desesperé. Si la calle hubiera estado un poco más atiborrada, con gente yendo y viniendo; no como aquella vez en donde se podía inclusive contar a quienes andaban, robarme cualquier cosa hubiera sido cuestión de un simple floreo de manos.
      No pensaba con claridad, quedando a la orden de los instintos primitivos que con la compañía de otras personas se olvidan. Saqué fuerza y vitalidad de lugares que desconocía y de formas que nuca supe era capaz. Empecé a correr cerca de los puestos sin mirar, estirando una mano para tomar lo primero que mis manos pudieran asir con fuerza.
      Corrí de ese sitio sin mirar atrás. Corrí olvidando mi aliento, ignorando el hambre que hasta entonces no se limitó y tomó cada gramo de fuerza en mí. Apreté contra el pecho lo que robé y entonces lo escuché. Venían tras de mí.
      Las pisadas veloces y con fuerza de las personas que gritaban enfurecidas por lo que les pertenecía. Noté que se acercaban con peligrosa rapidez. Desesperé más y me centré en sólo correr con la nueva fuerza que mi cuerpo me brindó en un capricho necesario. Aparté gente quienes ni siquiera sabían qué sucedía, que empezaban a acumularse con la distancia una vez recorrida para ver de dónde llegaban esos gritos. Las empujaba, halaba o tiraba para que interrumpieran a mis perseguidores. Pensé que estaría a salvo y cerca de escapar, y si me vieron el rostro, pues no le di importancia. Planeé no visitar la zona hasta que el recuerdo de mi persona se desvaneciera como algo que nadie pudo evitar. Una noticia que no afectaría a nadie de un modo que mereciera ser contado.
      Desafortunadamente así no funcionan las historias. Parece que siempre debe haber un villano.
      Cuando la seguridad por haber escapado me abrazaba, en el instante que se me escapó una sonrisa, entonces encontré un alto súbito. Delante de mí un hombre fornido y con el rostro curtido, de altura intimidante y con la complexión de un oso, me embistió. No sólo caí, sino que también rodé hasta golpearme la cabeza contra el suelo, soltando mi preciado botín que hasta entonces vi se trataba de una jugosa rebanada de carne de res envuelta en papel. Aturdido intenté recuperarla, hallando un pie pisándome la mano.
      —¡Ladrón! —gritó una voz en la distancia— Maldita sea, corre como poseído el desgraciado.
      —Cierra el pico —decía alguien más que se acercaba—. De esta no se salva. Que sirva de ejemplo.
      Sabiendo lo que me esperaba no opuse resistencia, envolviéndome en un nudo para evitar la mayor cantidad de daño que pudiera. No significaba en realidad mucho para mí lo que estaría por ocurrir. De hecho me dolía más el pensar que me estaba muriendo de hambre. Ya no tenía fuerza, lo que en parte alivió un poco el dolor de la situación. Tan débil no sentiría tanto dolor por la paliza que recibiría. Como mucho al despertar me dolería el cuerpo de una manera casi poética.
      Y ocurrió. Lo primero fue una patada que pude predecir directo en la boca del estómago. Quizá lo pudiera haber sentido de otro modo pues en vez de dolor, sentí que de pronto me faltaba el aire. El segundo impacto lo recibí en la cadera, pero al igual que el anterior el dolor apenas si ascendió a una leve molestia. Una punzada. Me costaría caminar, pero si no me resistía y me quedaba quieto todo acabaría sin mayores inconvenientes.
      Fueron tres los entusiasmados en darme una lección por mis actos. Tres quienes se turnaron para patearme, invitando a la gente que pasara para desquitarse conmigo. Fue una suerte que los ignoraran y apartaran la vista, pues un cuarto me hubiera matado. Agradezco el resto de las personas se llevaran a sus hijos o a otros que se empezaban a juntar para tener algo de que hablar esa misma noche. Entonces creí que dejarme hecho una pulpa en el suelo era el final, que ya con eso se cobraron lo que querían, mas sentí cómo me alzaron. Uno de ellos estiró un brazo para sostenerme del cuello de mi lastimosa ropa, zarandeándome para que le mirase. Lo hizo con fuerza, asegurándose de que aún estaba consciente.
      —Abre los ojos o te los abro, inútil.
      —Que los abras —repitió uno de los tres, tomándome de la barbilla.
      Estaba en una posición peligrosa mas conocía los riesgos y sus consecuencias. Sin darle más vueltas al asunto, abrí los ojos que ya tenía hinchados por los golpes. Igual me pesaban por lo cansado y hambriento que estaba. Mi fuerza se terminó esfumando en el instante que caí. Cuando pude enfocar correctamente, sólo pude distinguir la ira estallando en sus miradas. Me observaron con asco. El repentino repudio de incluso verme me asustó, por lo que terminé abriendo los ojos aún más por la sorpresa.
      —Eres uno de esos —dijo el de rostro curtido, como si escupiera esas palabras con cuidado.
      —Y pensar que uno de estos es tan estúpido como para haber entrado y robar —agregó el que me sostenía—. ¿A qué has venido? Responde o acabamos de molerte a golpes.
      Quise reír. Irónicamente, no porque me divirtiera la situación. Mucho menos porque quisiera burlarme de ellos. Me causaba gracia que la respuesta fuera tan evidente y que aun así, demandaran una. Si querían escucharme hablar, todo eso causó una gran risotada en mí, ahogándose en mi garganta. No supe si era alguna clase de morbo para justificar lo que harían conmigo, pero gracias a eso, unos tosidos sangrientos salieron con debilidad.
      —Quería comer... —respondí, trémulo y débil.
      No les agradó la respuesta y usando los puños, el que me sostenía me golpeó en la cara, dejándome caer al suelo tras haberme soltado. Resbalé al tratar de reincorporarme, quedando en el suelo mirando hacia la nada.
      El paquete de carne que me había intentado robar me azotó la cabeza, consiguiendo de ese modo que plantara el rostro entero en el suelo lleno de tierra. Pude apoyar los brazos para alzar la mirada, observando que los tres hombres se iban sin mirarme, dejándome a mi suerte. Sin tomar la decisión de cobrarse la justicia que muy probable otros creían que merecía. Lo vi como una pequeña victoria. Probablemente la carne ya no se encontraba en un estado digno para usarse en el comercio. O tal vez mi imagen como ladrón era tan repugnante, que incluso podía privar a un alimento de su valor. Aunque no era acertado, en ese momento celebré una pequeña victoria, tomando el trozo de carne para escabullirme de la vista de los presentes dentro de un callejón. Me tiré al final, hallando un espejo cuarteado con el cual tuve cuidado de no cortarme. Nunca podías saber qué tiraban las personas en su basura, por lo que no estaba de más intentar buscar en esta.
      Pero entonces tuve miedo.
      Lo tuve porque entonces supe que tenía que saber lo que me había causado el encuentro con la justicia de los aldeanos. Me dolían los dientes y me aterraba que me hubieran botado algunos y tener que lidiar, para colmo, con una infección futura. En el espejo pude apreciar mi lastimosa apariencia que sirvió como un terrible golpe. Llevaba el cabello que antes negro como la tinta, entonces llevaba desordenado y polvoroso, hecho una maraña de nudos. El rostro sucio, lleno de mugre y manchado de mi sangre. Al abrir la boca frente a ese espejo pude sentir algo romperse. Los dientes me dolían mas no porque me faltara alguno, sino porque un par de colmillos sobresalían de mi boca. Lo suficientemente largos como para no poder ocultarlos al abrir la boca. Los ojos me estallaron en llanto y al enjuagar las lágrimas, pude verme mejor. Esos ojos que alguna vez fueron cafés como el color de las avellanas, entonces eran ambarinos y atigrados. Comencé a reír y luego a llorar aún más. Las lágrimas que me corrieron por el rostro no se detuvieron al igual que la risa y el hambre. Al menos hasta que devoré aquel trozo de carne. Cruda y roja. Tan jugosa. En mucho, lo más sabroso que jamás probé.

[Touhou] Relato de un Híbrido: Eco de una vida.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora