1. Mi bonita prisión.

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Una tarde. Ese fue el tiempo necesario para que toda mi vida cambiase por completo.

Un día antes de que aquello pasara, yo era simplemente una chica de diecisiete años que vivía en una casa en las montañas, en una zona de Inglaterra conocida como Loughrigg Fell. La casa estaba adentrada en un profundo y espeso bosque, el cual nunca llegué a explorar por completo.

La brisa veraniega me movía el pelo mientras terminaba de leer la última página de Los cinco, libro que podría releer todas las veces que quisiera. Llevaba aquí tumbada aproximadamente dos horas, y a pesar de que la hierba estaba casi seca por los insistentes rayos de sol veraniegos, sabía que mi vestido amarillo seguramente estaría ahora manchado de tierra.

Mis codos eran la prueba, que llevaban clavados en la tierra desde hace media hora, y estaban de color marrón.

Respiré hondo cuando terminé de leer la última palabra de aquel libro que me había tenido enganchada durante toda la semana. No había una sensación a la que podía comparar con la de terminar un libro: por una parte te sientes contenta, pero por otra hay un nuevo vacío en tu interior al saber que nunca lo vas a volver a leer como aquella primera vez.

—¡Muchacha!—la voz de la señora Fanny surgió de la nada, asustándome tanto que pegué un pequeño salto del susto.

Mierda.

Me incorporé rápidamente y metí con cuidado el libro en mi bolsa de tela, que estaba llena de flores, piedras y frutas que cogía por el camino. A pesar de que mi casa estaba a unos veinte metros de donde yo me situaba, la espesura que creaban todos los árboles solo te permitía ver un metro o dos más allá. En estos diecisiete años, había aprendido mucho de este bosque, sobre todo a cómo moverme por él. Ahora esquivaba árboles y saltaba ramas con tanta sutileza que lo podría hacer con los ojos cerrados. Pero ese no es el caso.

—¿Dónde narices estabas, señorita?—el enfadado rostro de la señora Fanny apareció en mi campo de visión cuando crucé el último árbol que separaba el bosque de mi casa.

Bueno, yo no lo consideraría mi casa. Si, llevaba viviendo en ella toda mi vida, pero no porque yo quisiese. Nunca llegué a saber mucho de mi pasado y mi familia, la señora Fanny solo se limitó a decirme que un día me encontró a mi en la puerta de su casa, y que tenía una carta en la que ponía que no podían hacerse cargo de mi. No se como, pero ella aceptó. Yo era una recién nacida.

La señora Fanny pudo haberme metido en un internado, o simplemente dejarme morir al frío del exterior, pero me aceptó. Me aceptó en esa casa y desde entonces no salgo porque ella me lo tiene terminantemente prohibido. A veces me preguntó si hubiera sido mejor que me hubiese dejado morir del frío.

La casa de la señora Fanny apareció en mi campo de visión. No era fea, tenía que decir. Sus paredes eran de un color naranja desgastado, y las ventanas, las puertas u el tejado eran de madera. A su alrededor había flores de todos los tipos y colores, y la mayoría trepaban por las paredes exteriores de la casa, que le daban un bonito efecto. Era bonita. Era mi bonita prisión.

Podría considerar a la señora Fanny, que es la que me tiene prohibido salir, como mi carcelera. Ella me miraba con el ceño fruncido mientras yo andaba hacia ella. En mi cara se reflejaba una gran sonrisa, pero por dentro solo quería salir corriendo de allí.

La señora Fanny era una anciana de bastantes años, que no iba a ningún lugar sin su querido bastón de madera y sus anteojos, tan pequeños que me se preguntaba se veía mejor con o sin ellos. Su pelo grisáceo solía estar recogido en un moño impoluto detrás de la nuca.

—En el bosque. Me he encontrado algunas frutas por el camino—dije, enseñando mi cesta repleta de frutas, flores y piedras con la esperanza de que no se enfadase.

—Te he dicho un millón de veces que es mejor no adentrarse en este bosque, podría ser muy peligroso.

—Tu lo atraviesas todos los días para ir al pueblo—dije.

Vi como los orificios de su nariz se agrandaban, lo que significaba que se estaba enfadando.

—¡Y mira cómo te has puesto! Decido malgastar mi tiempo en hacerte ropa para que no vayas con la misma camiseta todos los días, ¿y así es como me lo agradeces?

—Lo siento—reconocí, mordiéndome el labio. Es cierto que el vestido que llevaba era muy bonito—. Lo limpiaré enseguida.

—Oh, no, no, no. De eso nada. Ya que tienes tanto tiempo como para estar tirada en la hierba y mancharte toda la ropa, entonces dispondrás del tiempo suficiente para hacerme uno exactamente igual para mañana por la tarde.

—¡Pero Fanny...!

—Señora Fanny—me interrumpió firmemente—. Y espero que hayas hecho todas las tareas que te mandé antes de irme al pueblo. ¿Has practicado la composición al piano?—asentí con la cabeza—. Quiero que me la toques esta tarde, y no pararas hasta que te salga impoluta. ¿Has limpiado las ventanas?¿Recogido tu cuarto?¿Cuidado del jardín?—asentí tres veces con la cabeza. La señora Fanny me miró a través de sus pequeños anteojos, con el ceño fruncido—. Esta tarde también vamos a practicar ejercicios vocales. Te noto la voz ronca. Y ahora ve a asearte y luego prepara la cena.

Asentí una vez más con la cabeza. Entré en la casa y dejé la cesta al lado de la puerta para dirigirme a mi habitación. La casa era tan bonita por dentro como por fuera: suelos de madera, paredes claras, enormes ventanales que daban al bosque, muebles también de madera y cuadros y alfombras que hacían todas las salas más agradables. También era muy grande, pues teníamos una biblioteca—aunque fuese de las salas más pequeñas—una sala de piano, dos habitaciones con baño, una cocina, un salón, un comedor y una habitación de invitados. Quién pensaría que con tal comodidad podría sentirme tan desgraciada.

Me dirigí a mi habitación y me quité rápidamente el vestido, dejándolo con descuido en mi cama. Fui entonces a mi cuarto de baño, que disponía de una enorme bañera redonda, un lavamanos y el retrete. Mientras el baño se llenaba de agua, no pude evitar mirarme frente al espejo fijamente. Llevaba mirándome en ese espejo desde que tengo uso de razón, y pensar que parece que fue ayer cuando me tenía que poner de puntillas para verme hasta la cintura, y ahora todo mi cuerpo se veía reflejado en aquel enorme espejo. Mis curvas se habían atenuado, mis pechos habían crecido y mi rostro había adquirido unos rasgos más fuertes y maduros. Ya no era la niña de cara gordita, si no una chica de diecisiete años, con una cara afilada y morena. Mis ojos verdes eran de las pocas cosas que conservaba con el tiempo. Mis pestañas largas los rodeaban y rozaban mis mejillas cuando pestañeaba. Mi pelo también había crecido, y como la señora Fanny solo me lo cortaba dos veces al mes, me llegaba por la cintura.

Aparté mis ojos del cristal para ver que la bañera ya estaba llena de agua. Me metí tranquilamente y sumergí mi cabeza en el agua, haciendo que todo a mi alrededor se sumiese en un profundo y cómodo silencio.

Aún tenía tiempo hasta la cena, así que aproveché para quedarme unos minutos más en la bañera y disfrutar. Mis manos se elevaron hacia arriba, y del agua empezaron a surgir pequeñas burbujas de agua, que se elevaron hacia arriba. Sonreí mientras con mis manos manipulaba las burbujas para que adquiriesen formas. Una era un caballo que trotaba por todo el baño, y el otro era un hada que aleteaba a mi alrededor.

—¡Niña!—las burbujas se explotaron de inmediato y cayeron al suelo, empapando todo el baño—¡Nos van a dar las uvas y yo tengo que ir al pueblo mañana!

—¡Ya voy!—grité.

Pero me quedé unos segundos más en la bañera, con una sonrisa en mis labios. Y es que, si todo salía bien mañana, tal vez no volvería a pisar esta casa. No volvería a bañarme en esta bañera. No volvería a ver a la señora Fanny y sería una chica libre.

Si todo salía bien.

Y esperaba que así fuera.







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Bajo las estrellas {Cedric Diggory}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora