Lápiz entre el dedo índice y el
corazón.
La ceniza deja su rastro en el papel.
Es siempre lo mismo y sin embargo diferente: cada vez se tuerce por un lado.
Parece que el viento no me deja encenderlo, no lo deja arder.
Aprieto tan fuerte que se quema la mesa y se queda marcada con el himno nacional de los corazones rotos.
(Siempre me desvío del camino, siempre roto.)
Y aunque intento que sea delicado, cuando quiero apagarlo la goma no borra nada, y lo que queda de él me mira como burlándose de haber confiado en que sus cenizas no mancharían mi obra de arte.
Aunque pocos llamarían obra de arte a las líneas torcidas, a las hojas sucias y a la letra espachurrada.
Y aunque cuando acabo todo parece relajado, cuando el cigarro vuelve a su estuche un poco más pequeño que hace diez mintos, noto cómo me llama esperando que mañana vuelva a caer con él.