Mis pesadillas vuelven. Lo noto. Noto como se acercan a mí poco a poco, me acarician con su aliento gélido y me susurran cosas que me atormentaron en un pasado no muy lejano. ¿Acaso fui tan ilusa de pensar que se habían ido para siempre? Porque si lo hice, bueno, dichosa de mi que lo creyó.
Murmuran cerca mío, y poco a poco voy entendiendo lo que intentan decirme. Un momento, yo no quiero esto. No quiero volver a mis noches oscuras disueltas entre música a altas horas de la madrugada. Y retrocedo sin mirar atrás, cegada por el miedo de volverme a sentir tan impotente como me sentí en aquel entonces. No quiero volver a ver en el espejo el reflejo de una chica insegura con muchos sueños apunto de romperse bajo la amenaza de un par de pesadillas que había conseguido combatir con una gran sonrisa desde que él apareció. Y desde el primer momento en que me habló, sentí que iba a estar segura con él hubiese la relación que hubiese entre nosotros. De verdad me hizo sentir que merecía la pena soñar y ser feliz, que importaba. Y ciegamente, le creí, porque estaba cansada de ser la chica buena y sonriente por fuera que está pendiente de todo el mundo, pero que por dentro está tan descolocada que a veces no se encuentra a sí misma. Esa chica que lloraba en los silencios de su habitación ahogada en lágrimas de culpa rodeada de letras de canciones con las que siempre se siente identificada, e historias románticas de libros que ella también quería vivir. Ya no quería ser más esa chica. Quería volver a reconstruir los cimientos que mantienen mi corazón a flote a duras penas. Pero el mínimo atisbo de duda por su parte me hace caer otra vez a esas aguas profundas de las que tardé en salir, pero de las que me resulta demasiado fácil entrar.