No puedo respirar, simplemente no puedo. Siento como si una mano apretase mis pulmones con tanta fuerza que no queda hueco libre para que la más mínima brizna de oxígeno entre. Sé que si abro la boca, el sollozo saldrá antes que cualquier palabra. Y tengo miedo porque sé que si empiezo a llorar no voy a ser capaz de parar. ¿Cuántas veces nos hemos sentido así? Como si tuvieses una soga atada al cuello y no pudieses deshacer el nudo; siento cómo una cuerda invisible me provoca marcas en el cuello y unas manos intentan zafarme de ella sin resultado.
Las lágrimas que ruedan por mis mejillas queman tanto que me pregunto por qué no dejan surco en la piel. Pero ya estoy acostumbrada. En un rato dejaré de sentir la soga, me quedaré sin lágrimas y aprenderé a fingir una sonrisa y a ignorar esa angustia en el pecho que en el fondo me está matando.