Y dime, ¿tú también lo has sentido alguna vez? Esa presión en el pecho, ese escozor de ojos y ese tapón en el cerebro que no te deja pensar. Los pensamientos pasan a milésimas de segundo y no te da tiempo a analizar ninguno; te quedas paralizada, con la boca abierta queriendo, deseando que las palabras brotasen por fin de tu boca, pero parece como si te hubiesen quedado atascadas en la garganta, no terminan de entrar, pero tampoco salen; y lo peor es que te ahogan, lenta y profundamente, sin miramientos. La cabeza te empieza a dar vueltas, te tiemblan las manos, te sientes aplastada, aplastada por el mundo que se te viene encima rápidamente; te da la sensación que eres como el pavimento que es aplastado por una apisonadora, o la hormiguita indefensa que muere bajo el pie de un niño que simplemente quiere divertirse. Y quieres desparecer del mundo, para siempre, para no volver a tropezar, y tropezar, y tropezar siempre en la misma piedra. Para no fastidiarla una y otra vez. Para no preocuparme por nada, y sólo soñar. Soñar. Parece una palabra tan simple. Y sí, es mi palabra favorita, pero a mí no me es permitido soñar.