«El lenguaje humano me parecía absolutamente limitado. Había demasiadas cosas que no podían decirse con palabras. Y ese era uno de los aspectos más tristes de la vida de la gente: que sus ideas y sentimientos más importantes no llegaban a expresarse ni a entenderse casi.
Una de las palabras más frustantea del lenguaje humano era «amor». Tantos significados distintos vinculados a esa palabra diminuta.
La gente la manejaba alegremente tanto como para referirse a sus posesiones y a sus mascotas como a sus lugares de vacaciones o ssu comida favorita. Y acto seguido aplicaban la misma palabra a la persona que consideraban más importante de sus vidas. ¿No resulta insultante? ¿No debería existir otro término para definir una emoción más profunda? Los humanos estaban obsesionados con el amor: desesperados por establecer un vínculo con una persona a la que pudieran llamar su «media naranja». Por la literatura que yo había leído, daba la impresión de que estar enamorado significaba convertirse prácticamente en el mundo entero para la persona amada. El resto del universo palidecía y se volvía insignificante en comparación. Cuando los amantes se hallaban separados, caían en un estado de honda melancolía y, al volverse a reunir, sus corazones empezaban a palpitar de nuevo. Sólo cuando estaban juntos podían apreciar de verdad los colores del mundo. De lo contrario, todo se desteñía y se volvía borroso y gris.
Permanecí en la cama preguntándome por la intensidad de aquella emoción tan irracional y tan indiscutiblemente humana. ¿Y si el rostro de una persona se volvía tan sagrado para ti que quedaba grabado de modo indeleble en tu memoria? ¿Y si su olor y su tacto te llegaban a resultar mas preciosos que tu propia vida? Desde luego, yo no sabía nada del amor humano.»