Cada noche,
cuando entraba a oscuras en su habitación,
se tropezaba con la fila de maletas abiertas en canal
que su corazón había dejado como rastro después de abandonarla.
La verdad,
es que él casi nunca estaba en casa,
y ella era demasiado perezosa como para recoger todo el caos
y meterlo debajo de la cama;
por eso,
había dejado a su cerebro al mando
mientras ella aprendía a respirar el polvo sin estornudar.
Hasta que un día, su corazón volvió,
y como siempre que lo hacía,
volvió de la mano de un caso perdido en llamas.
Entonces ella recordaba la predilección que sentía por todos aquellos fuegos tan fuertes
que lo más probable es que te acabasen quemando;
por todas aquellas cenizas que también recuerdan
y que resurgen, de entre ellas, para hacer brillar a las miradas.
Cuando su corazón no estaba
se empeñaba en que ella, chica mar,
necesitaba a un chico cielo que se reflejase en ella,
que fuese ella,
que terminase
y empezase en ella.
Pero cuando su sangre volvía a bombear los sueños,
recordaba que todas las huellas que el hombre había dejado en su planeta
eran cráteres de quemaduras;
recordaba que necesitaba que la rescatasen de ahogarse en sí misma
y la única forma de hacerlo
era rescatando a alguien que tuviese el peligro de acabar ardiendo.
Por eso siempre que caía se acababa quemando,
y siempre que su corazón volvía
recordaba que no necesitaba tener el cielo para enamorarse de sus colores,
porque ella era el océano
y él
era el Sol.
Nunca olvidaba
que cada vez que se besaban
amanecía
y que juntos
no se apagarían nunca.