Y sin embargo, cada hombre mata lo que ama.

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Estaba soñando despierta. Tenía que serlo. Era todo demasiado real; tan colorido, tan brillante, que pensé que podría alargar el brazo y tocarlo con mis propias manos. Estaba en lo cierto. El olor era real. Todo lo era.

Nunca había visto nada tan espectacular, tan maravilloso transcurriendo delante de mí.

Me arrodillé en la hierba y arranqué una amapola. Su color era tan vivo, desprendía tanta pasión, que creí que no podría apartar la vista. Sin embargo lo hice. Era imposible mantener los ojos fijos en algo cuando parece que te rodean millones de luces de neón, cuando tienes miedo a quedarte ciego por tanta luz o pestañear por si todo desaparece tan rápido como vino.

Era indescriptible, estaba fuera de mis capacidades de descripción, de análisis, de percepción. Era sobrecogedor.

Un estornino comenzó a entonar una antigua nana y una ligera brisa levantó la falda de mi vestido e hizo bailar los girasoles. Y como si aquel pajarillo hubiese pulsado un interruptor, todo cobró vida.

Y decidme, ¿no os parecía locura que en esas viejas películas infantiles toda la escena comenzase a cantar, a bailar como si todo estuviese planeado, como si fuese una cámara oculta? ¿No os parecía irreal? Pues estaba pasando. Delante de mis narices. Los grillos se habían puesto de acuerdo, y de repente todas las ramas de los árboles estaban atestadas de aves de todos los tamaños piando a viva voz.

Y os juro que por un momento creí estar encerrada en el mundo de Alicia, ese que llaman País de las maravillas.

Pero como si fuera una jugarreta del destino, como una estacada en el corazón, o peor aún, como una puñalada por la espalda, me vi catapultada a la realidad. Como si estuviese parada en medio de un escenario y retirasen el decorado, como si apagasen el croma estando en un programa de televisión.

Abrí los ojos. No sé qué esperaba encontrarme, pero no os podéis ni imaginar lo doloroso que fue estamparme contra un mundo gris. Literalmente. Vivía en un mundo gris.

Retiré las sábanas y salí de la cama. El suelo estaba increíblemente frío en contraste con mis pies descalzos, y no se oía ni un alma. En la cocina, mi padre desayunaba en silencio, leyendo el periódico del día anterior, y mi madre terminaba de recoger la mesa. Me saludó con una sonrisa fugaz y me tendió el brick de zumo de naranja más químico que nunca ha existido en esta tierra. Me pregunté, como cada mañana, a qué sabría el agua. Me habían hablado de ella cientos de veces; me habían dicho que hace años, cientos de años, todo el mundo tenía agua, aunque tuviesen que andar cinco kilómetros diarios para llegar al pozo más cercano. Y me habían dicho que sobraba. Habían jurado por sus hijos, sus padres, sus abuelos, sus bisabuelos, todos sus ancestros, que no se acabaría. Me hice una nota mental sobre apuntar en mi lista otra cualidad de los humanos: mentirosos. Mentirosos compulsivos por naturaleza.

Mamá me urgió con la mirada que me diese prisa; mi hermano pequeño esperaba en la puerta con su mochila raída para ir a la escuela, que estaba a diez minutos a pie de nuestra casa.

Ya en la calle, el frío era insoportable, era como miles de millones de agujas clavándose en cada centímetro de tu cuerpo que estaba expuesto a la luz. Pero lo peor no era eso: eran los cambios. Podías estar muriéndote de hipotermia una noche, que al día siguiente te entraría el sarampión del semejante calor que hacía. Sin embargo, el cielo siempre estaba igual: gris. Era una gran nube constante encima de nuestras cabezas amenazando con desatar su furia contra nosotros; más te valía encontrarte a resguardo si eso ocurría, la lluvia ácida era ácida de verdad. No eran metáforas o formas de hablar, era ácido puro que te quemaba la piel.

La gente pasaba a toda velocidad junto a nosotros: corriendo, en bici, en monopatín. Ni un solo coche. Me hubiese gustado montar en uno; era tan normal en la vida cotidiana que nadie era consciente hasta que lo perdieron.

Me llegaban oleadas de olor putrefacto, de peces muertos y de basura desde el ‘’paseo marítimo’’. Un paseo marítimo bien entrecomillado. Eso no eran más que cuatro tablas de madera húmeda con clavos cuya única función era clavarse en los pies de aquellos que no tenían dinero ni para calzado. Y siempre, siempre olía mal. No era que estuviese, lo que se dice, descuidado; era que estaba mojado. El famoso deshielo de los polos había provocado un aumento en el nivel del mar. ¿Y sabéis lo que significa eso? La desaparición de ciudades a una velocidad vertiginosa. Y el mal tiempo provocaba marejada que muchas veces salpicaba la costa uno o dos kilómetros, para ganarle terreno a la tierra y retroceder una y otra vez.

Y el mar era precioso. Siempre he querido nadar allí, sobre todo los días que está tan calmado que parece que ningún mal acecha el mundo. Y sé que quiero muchas cosas, y ninguna es posible, porque los humanos somos unos desagradecidos. Unos egoístas. Dos características más que añadir a la lista.

El mar, que ahora estaba negro, cuyo porcentaje de contaminación superaba con creces el de agua, era tan misterioso que parecía llamarme como las sirenas llamaban a Ulises en aquel mito del principio de los tiempos. Y no era a la única. El mar se costaba más vidas durante el año que sobredosis o enfermedades intratables. El mar se llevaba a gente que sabía mirar con otros ojos, que ya sea por la locura de este mundo gris y monótono, que ya sea por el cansancio, por la impotencia de ver cómo se destruye todo poco a poco, se dejaba tragar por sus aguas. Y era tan triste. Tan triste que era prácticamente insoportable.

Una vez sentada en el pupitre de mi clase, rodeada de gente con la misma cara cada día, con el mismo poco ánimo de continuar, me acordé de mi sueño. ¿Era todo así en un principio? ¿Para esto nos habían creado? Que me es indiferente si fue el Dios cristiano, si fue una teoría científica o un par de dioses griegos los que colocaron todo tal y como lo conocemos, es que somos realmente estúpidos. Y no digo que yo sea la persona más ecológica de este planeta, porque me he incluido en ese hecho, y considero que de verdad, que hay que tener muy poco amor por el mundo para darse cuenta de lo que ocurre y ponerse a hacer algo cuando ya es demasiado tarde.

Me pregunto si aquellos que poseían todo, que tenían agua cada día y que no tenían que beber bebidas prefabricadas, que podían bañarse en aguas cristalinas en playas exóticas, que podían nadar con delfines y bucear en las profundidades; que podían tomar el sol y alimentarse de él cada día; que tenían coches con combustible y petróleo con el que alimentar las máquinas; me pregunto si alguna vez de verdad lo valoraron, si alguna vez se cuestionaron que tendrían que utilizar cubiertos de plástico porque no hay forma de lavar la vajilla sin contaminarla o que tendrían que dejar de bailar bajo la lluvia, o que nunca jamás volverían a ver nevar. Dudo que ni si quiera lo pensasen. Y les culpo tanto por ello.

Me llaman la atención y vuelvo a la clase. Estoy perdida. Y cansada de mirar a una pantalla electrónica que me cansa la vista y me da sueño. También quería que volviesen los libros de papel. Aún guardaba debajo de la almohada un ejemplar original del famoso libro Drácula y cada noche, antes de acostarme, olía sus páginas y acariciaba su tapa.

Estaría muerta si alguien del gobierno lo descubriese.

Como los humanos somos tan evasivos, como tendemos a culpar a cualquiera cuando en realidad somos los únicos responsables, prohibieron los libros con la razón de que ‘’se acabarían los árboles’’. Pero los muy hipócritas siguieron deforestando selvas y bosques para construir parques de atracciones y centros comerciales. Y ya no quedaba ni rastro de verde en las calles de las ciudades; y el amarillo reinaba en el campo.

Y me desanima tanto leer poemas que describen cómo las mariposas aletean hacia el cielo azul, o cómo las niñas jugaban a ‘’me quiere o no me quiere’’ con margaritas y como los muchachos escondían tras la espalda una rosa roja para dársela a su enamorada como símbolo de su amor.

A todo el mundo le gustaba aquello.

Y sin embargo, cada hombre mata lo que ama.

b a s o r e x i aDonde viven las historias. Descúbrelo ahora