Los cuentos de princesas siempre acaban igual: Fueron felices y comieron perdices.
Lo típico, el apuesto príncipe se enamora locamente de la bella princesa y ella le corresponde; sin tretas, mentiras ni excusas. Comparten una historia, construyen nuevos cimientos alrededor de su vida unidos por el cemento del amor. Pero esto es para hacernos creer que podemos soñar sin temor a que luego los deseos no se cumplan. Y crecemos creyendo que eso será así, hasta que una ráfaga de viento apaga la llama de un soplo y deja el alma oscura y sin vida. ¿No me puedo permitir, por una vez en la vida, soñar con algo imposible? Que sí, que sé que me haré daño, ¿pero no me haré más daño sabiendo que nunca podrá ser mío?
Mi corazón lo necesita, un momento de ilusión, aunque se esfume, pero lo necesita. Y ese es el momento en el que él entra mis sueños y perturba mi tranquilidad. Cuando mi corazón ganaría las Olimpiadas de salto y el brillo de mis ojos ganaría en un pulso al Sol. Y aún sueño con el día en que me recojas en tus brazos y que te preocupes por mí. Que te asombren mis actos y me aprecies como soy. Que no te eche hacia atrás este gusto raro por las letras, los libros y la escritura que tengo. Pero sobre todo, que me ames como nadie.