Había tormenta, y aunque la lluvia limpia el aire
no había quien respirase en esos pulmones inundados.
Pero le puso un punto y coma a la herida y el agua dejó de manar
-aunque el barco se quedó dentro-.
Comenzó cicatrizar el tiempo
hasta que no hizo falta alcohol para matar la oscuridad,
hasta que el agua volvió como aliada y tapó el precipicio.
Desapareció el miedo al reflejo,
que solía paralizar sonrisas y reírse de lo que está de más;
desapareció el temblor,
que no la dejaba ni sujetar el corazón.
Y así comenzó a crecer la chica
que a cada promesa se alejaba un paso del precipicio
con caminar irregular pero heridas seguras
que ya no amenazaban con abrazar con tentáculos los pulmones.
¿Pero no es en el agua donde viven nuestras sirenas?
Y sin darse nadie cuenta -ni ella-
de vez en cuando volvía a darse un baño:
se tiraba de cabeza al precipicio
y buceaba hasta el fondo, buscando medusas y estrellas,
pero la presión hizo sangrar los puntos -aunque dejó las comas respirar-.
Y claro, eso es lo que pasa cuando no le pones un final al miedo.
